Una semana después de aquella conversación, el
padre José de la Cruz, vio con asombro como una nueva tropa de militares
entraba al pueblo. Se habían adelantado a lo planificado. Eso significaba que
todo comenzaría antes de lo predicho.
Para entonces la ermita estaba terminada y tenía
planificado inaugurarla el fin de semana próximo cuando le trajeran de
Tegucigalpa una custodia para el Santísimo. Dicho objeto sagrado tenía que ser
consagrado por el obispo y luego resguardado en un lugar especial de la
capilla.
Ya los hombres encargados de la construcción, entre
ellos Jerusalén, daban los últimos retoques a las enormes bancas de cedro
construidas allí mismo por ellos cuando escucharon la corneta sonar en el
exterior. Como todo curioso se asomaron a la puerta y desde allí los
contemplaron llegar. Era un grupo nuevo de militares, muy jóvenes.
El padre, al escuchar el sonido del instrumento
aquel había salido por la puerta de la sacristía a mirar y caminando despacio
fue a salir al frente del edificio donde estaban agolpados todos los hombres,
entre ellos Jerusalén. Se miraron y parecieron comunicarse con la mirada.
Más tarde, en la sacristía, el padre le entregó el
sobre al hombre y con la voz muy queda le dijo:
—Qué sea en dos noches.
—Pierda cuidado, padre. Así será.
Vio salir al hombre ocultándose el sobre
metiéndoselo entre los pliegues de la camisa y elevó una oración muy fervorosa
al cielo:
“Por favor, Dios, que esas noticias lleguen a su
destino y se saque a esta gente, tu pueblo, de la esclavitud y la ignominia.
Cuídalos y protégelos con tu santo manto. Amén”.
Aquel día era miércoles. La acción estaba prevista
para el día viernes a las once de la noche, cuando todos dormían.
***
Un día antes de su último día, el padre José de la
Cruz, estuvo en casa de la familia Zelaya y después del acostumbrado desayuno
doña Mariana le pidió ser confesada.
—Hace mucho tiempo que no lo hago –le dijo como si
tuviera toneladas de pecados que decir.
Él aceptó verla, después de que bajara la comida en
la nueva iglesia.
—De una vez estreno el confesionario— dijo el padre
con una amplia sonrisa.
Su amigo Carlos
José parecía algo serio aquel día, como si presintiera algo. O fuera a hacer
algo importante aquel día. Se dispensó y dejó a su madre con su confesor.
Por fin, después de varias semanas, también tuvo la
oportunidad de hablar casi a solas con la esposa de Carlos José. En algún
momento, doña Mariana salió del comedor y dejó a la mujer con sus hijos
enfrente del cura.
—¿Cómo ha estado? –le preguntó a la mujer que
rehuía desde hacía mucho tiempo su mirada.
—Pasando –dijo la mujer con cansancio. Parecía
tener los ojos rojos.
—Pronto habrá noticias –le dijo.
Ella pareció analizar aquellas palabras. Trató de
sonreír, pero no pudo. Una mueca salió en vez de eso.
Regresó a la capilla y se dedicó a orar y limpiar
los bancos. Los trabajadores asignados habían dejado de asistir ya y él tendría
que buscarse algún sacristán o ayuda más adelante. Le gustaba quedarse sentado
en la primera banca y observando el espacio del altar. Aún faltaba éste, pero
pronto lo tendría. Además, algún padre de otra parroquia tendría que ir a
celebrar misa con él para la consagración. Aún no sabía el nombre que le daría
a la iglesia, pero seguramente sería uno de la virgen María. La mayoría de
templos tenía uno de ella.
Por lo menos había logrado erigir el templo, su
primera misión. La segunda había sido evangelizar todo el pueblo y sus
alrededores. Esperaba hacerlo después de lo que sucediera después del viernes.
Doña Mariana llegó a las diez de la mañana y él la
invitó a que se sentara frente a él y comenzó la confesión. La mujer le contó
algunas cuestiones de tipo venial como, por ejemplo: la envidia sentida contra
la juventud de su nuera, el haber tenido algún pensamiento pecaminoso a su edad
(era una mujer de cincuenta y tres años), el pasar demasiado tiempo ociosa y la
pereza era un pecado capital, y un largo etcétera.
Al final, el padre le dio su penitencia que no era
más que la repetición de algunos Padres Nuestros y algunas Aves Marías. La
mujer, como si fuera flotando, le deseó un buen día y se marchó.
Hubo un momento, en la confesión de la mujer, que
pareció dudar un poco al contarle acerca de las actividades de su hijo. Así,
comprobó José de la Cruz, que la mujer ignoraba todo lo que su hijo hacía.
—Todo tiene su arreglo, hija –le dijo a la mujer
para consolarla—. Sí él comete alguna injusticia, Dios le mandará su propia
factura.
Aquello pareció divertirla mucho.
***
—A las diez, padre –le dijo el viernes por la tarde,
Jerusalén acercándose apenas a la puerta de la ermita. Siempre había un militar
en la plaza.
—Cuídate, hijo y que Dios te bendiga –le hizo la
señal de la cruz.
Jerusalén se fue hacia su casa y ambos no sabían
que ya jamás volverían a verse. Al menos José de la Cruz no lo volvió a ver.
Pero Jerusalén a él, sí.
Aquella noche, el padre se quedó orando. El corazón
le latía con fuerza en el pecho y temió un paro cardiaco. Así que, como hacía
todas las noches y para no despertar sospechas, apagó el candil a las nueve y
media.
“A las diez, padre” le había dicho Jerusalén, le
pareció que habían dicho que era las once la hora, pero seguramente por algo la
habían cambiado.
A las diez en punto, y como si los tres sonidos
hubieran estado coordinados a la perfección, vibro la tierra y las láminas del
techo parecieron recibir una suave lluvia de tierra. El bombazo fue
estremecedor y pareció haber sucedido muy cerca de su habitación.
¡BOOOOOOOMMMMM!
Dejó que pasaron cinco segundos antes de encender
el candil. La vibración del techo de zinc siguió durante unos segundos más.
Se levantó, abrió la puerta y el resplandor que
venía desde el cerro de la mina fue lo primero que lo inundó todo. Altas y
escandalosas llamas rojas y amarillas se elevaban a ambos lados de la mina dándole
al cielo un colorido muy hermoso.
Gritos, pasos, personas corriendo hacia el lugar se
veían por toda la carretera que iba hacia la cuesta. Entre esas personas vio a
varios militares con fusiles en mano yendo hacia allá. Un silbido muy fuerte
producido por un silbato cruzó el pueblo. Le pareció que aquel sonido venía de
detrás de la vieja escuela. Los militares que corrían hacia la cuesta ahora
corrían hacia el lado contrario.
El padre José de la Cruz, envuelto en su sotana,
comenzó a caminar de prisa hacia la mina. Tenía que mostrar sorpresa como todo
el mundo en el Álamo. El papel tenía que llegar a la máxima interpretación.
“Sigiloso como las serpientes”.
Cuando llegó a la cuesta donde se había reunido la
mayoría de los pobladores habían pasado más de cinco minutos desde la
explosión.
—¿Qué pasó? –preguntó con su cara de inocencia.
—Parece que explotó una carga de dinamita –dijo
alguien que no vio.
—¡Una carga, para mí que eran más de dos! –le
corrigió alguien más.
Los niños, las mujeres, viejos, jóvenes, todo mundo
parecía estar subiendo la cuesta. Él se unió a ellos para ver desde allá de
mejor manera. Pero, apenas iba subiendo cuando escuchó gritos desde la cima:
—¡Todos abajo! ¡Bajen! –Les gritó un militar con su
voz potente— Todo está agarrando fuego aquí arriba.
Y parecía ser cierto, porque el resplandor de la
colina, en toda su superficie, parecía estar creciendo de manera completa. Algo
no previsto. Un incendio.
Bajaron, entonces, a toda velocidad de nuevo hacia
el inicio de la cuesta.
En esos momentos era que él debía tomar el
liderazgo de la población y así lo hizo:
—Vamos a la iglesia. Síganme. Desde allá es más
seguro.
Las personas, como si aún estuvieran metidas dentro
del sueño comenzaron a seguirlo. Y allá, enfrente de la plaza se reunieron.
Internamente, José de la Cruz pedía por las personas y la carta. Esperaba que,
para entonces, ya hubieran logrado burlar el cerco de los militares y avanzaran
por entre los cerros hacia la capital. En pocos días, estaría todo aquello
mejor.
Y mientras pensaba en eso le pareció escuchar un
par de disparos entre el crujir de las llamas allá sobre la mina. Volvió a orar
y el corazón parecía ir demasiado rápido. ¿Qué estaba sucediendo en todos los
puntos posibles? Miró hacia donde se suponía era la entrada del pueblo. Allá al
fondo y gracias al resplandor del incendio vio a un grupo como de veinte
militares mirando hacia el pueblo. Eso significaba lo simple: había sucedido lo
esperado. En algún momento alguien llegaría y los reubicaría en sus puestos,
pero ya era demasiado tarde para ellos y alguien se habría filtrado.
Volvió a respirar hondo y a darle gracias a Dios
por el seguro triunfo.
***
Lo que no sabía José de la Cruz era que ya estaba
sentenciado a muerte.
Aquellos disparos escuchados entre el crepitar de
las llamas habían sido orden directa de Carlos José Zelaya contra uno de los
conspiradores. El hombre había sido cogido cuando corría, antes del estallido.
Un soldado lo había visto correr y lo había seguido ordenándole detenerse. Al
hacerlo se le había acercado y le había preguntado qué que hacía a aquellas
horas allí. Que hablara o le volaba la tapa de los sesos.
Y cuando ya iba contestar el gran estallido los
había lanzado a ambos un poco más lejos de la mina. El soldado al recuperarse
del golpe y del susto, y con un zumbido en los oídos lo había comprendido todo.
Tomando al hombre por los hombros lo arrastró a presencia de Carlos Zelaya.
—Es uno de los que provocaron las explosiones –dijo
al mostrarlo ante un asombrado hombre que veía elevarse las llamas hacia el
cielo.
Apartaron al hombre y con golpes y amenazas le
sacaron un nombre antes de matarlo con un disparo en la cabeza.
—El padre –dijo el hombre antes de morir.
—Ese, hijo de puta –rugió Carlos José mirando hacia
la ermita que elevaba su torre allá a lo lejos.
Y sin pensarlo dio la orden al mismo hombre que
acababa de ultimar al campesino:
—Envíenselo a Dios.
***
A las doce de la noche, y como hacen todos los
cobardes, ocultos entre las sombras que les daban los matorrales, dispararon
dos hombres al mismo tiempo sobre el pecho del sacerdote. Esperaron a que se
separara unos pasos de las demás personas para oprimir los gatillos. La gente,
al escuchar las estampidas, se hizo a un lado y vieron como el cuerpo ya sin
vida del joven pastor caía al suelo.
El último pensamiento de José de la Cruz, al
recibir las balas en el pecho fue:
“Dios mío”
La gente, cuando vio a los dos militares saliendo
de la oscuridad con una sonrisa entre los labios y tan campantes como si lo que
acababa de hacer era matar a un simple chucho como sabían que hacían con los
animalitos por pura diversión, una cólera dormida se despertó.
—¡Asesinos! –gritó alguien.
—¡Mal nacidos! –gritó una mujer.
Y otras lindezas. Los militares al escuchar
aquellos insultos comenzaron a preparar de nuevo los fusiles.
Pero no lograron ni colocar el seguro para disparar
porque una lluvia de piedras muy grandes comenzó a caer sobre ellos.
—¡Qué…! –exclamó uno de ellos al sentir que algo
caliente bajaba por su frente.
Eso fue lo último que salió de sus labios. Allí
quedaron los dos hombres con las cabezas destrozadas.
Una mujer, Susana Ramos, se agachó y tomó uno de
los fusiles y levantándolo con furia gritó:
—¡Matemos a los asesinos de nuestros hijos!
Aquello fue recibido con un rugido de indignación.
Un hombre tomó el otro rifle y quitando el seguro avanzó junto a la mujer que
llevaba el otro. Más de seiscientas personas, entre ellas, niños, ancianos,
mujeres, hombres tomaron piedras, palos y lo que encontraron y sin previo aviso
más que los rugidos de un vendaval se fueron hacia la entrada del pueblo y la
emprendieron contra la veintena de soldados que seguía allí. Cayeron unos cinco
campesinos antes de que los alcanzaran, pero ellos cayeron todos.
Los cadáveres de los soldados quedaron regados a lo
largo de la carretera y algunos sobre el muro de piedra con el cuerpo doblado y
el cráneo deshecho. Aquello fue una matanza sangrienta.
Solo los cuerpos de los campesinos fueron
levantados y llevado a la plaza, los de los militares quedaron tirados como
muchos perros en el pasado.
Ahora, los campesinos, tenían más de veinte rifles
cargados y sin detenerse, como llenos de sed de sangre se lanzaron hacia la
casa de la familia Zelaya.
—¡Matemos a esos hijos de puta! –gritó alguien
encendiendo los ánimos.
—¡Qué mueran los explotadores!
—¡Qué mueran!
***
Cuando Carlos José Zelaya dio la orden de matar al
cura entró en su casa y buscó un poco de licor para calmar los nervios. El
incendio era fuera de la mina y era algo recuperable, pero lo que no podía tolerar
era la traición. ¿Cómo era posible que pudiera existir un supuesto hombre de
Dios y verle la cara? ¿Acaso no había dignidad en este mundo? Se sentía
verdaderamente ofendido.
Apenas se había tomado un primer trago cuando
escuchó a lo lejos las dos detonaciones y suspiró complacido:
—De mí nadie se burla.
Se tomó un par de tragos más antes de volver a
salir. Su esposa, sus hijos y su madre estaban en la sala platicando nerviosas.
Apenas las volvió a ver.
—Algo está pasando –dijo María recordando las palabras
del cura.
—Qué Dios nos asista— dijo la mujer mayor
persignándose con rapidez.
—Vengan niños –dijo la madre— tenemos que estar
alertas por cualquier cosa.
***
Aquella cualquier
cosa ya se estaba moviendo y en el momento de salir al exterior, Carlos
José la presintió. Escuchó, o le pareció escuchar balazos hacia su derecha.
Trató de despejar su cabeza del alcohol y miró en dirección hacia la iglesia.
Allá se veía aquel edificio, que él, el muy estúpido había ayudado a construir.
No se vía nada allá, pero le pareció escuchar algunos disparos más.
“Los soldados, poniendo orden” pensó con una
sonrisa.
Y sin preocupaciones comenzó a subir la cuesta
hacia la mina. El resplandor del incendio parecía ir disminuyendo poco a poco
allá arriba. Olía a humo, pero gracias a Dios, el viento estaba soplando hacia
el sur con lo cual se lo estaba llevando en dirección contraria.
En el momento en que llegaba al final de la cuesta
y entre el crepitar de las hojas secas que el fugo devoraba, le pareció
escuchar un grito a sus espaldas. Se volvió y sintió que las piernas se le
doblaban peligrosamente.
El pueblo completo venía corriendo hacia él con
rifles, palos, piedras, machetes y lo que parecían fierros de la mina. Sintió
que un calambre lo recorría de pies a cabeza. Buscó de inmediato a los
militares con la vista, pero no logró ver a nadie.
Y sin pensarlo, mucho, cuando la colectividad
llegaba hasta el inicio de la empinada cuesta echó a correr hacia la izquierda
de la mina donde estaba la bajada que llevaba hacia las barracas. Allí podría
esconderse.
Cuando el pueblo completo terminó de subir la
cuesta, él ya estaba bajando por el otro lado. Escuchó a sus espaldas una
detonación y algo pasó silbando muy cerca de una sus piernas.
“Ayúdame, Dios mío” pensó.
***
Cuando escucharon la turba pasar, María Sagastume,
tomó a sus hijos y le dijo a su suegra:
—¡Vámonos! La gente está enloquecida y puede
suceder cualquier cosa.
—¿Por qué nos harían algo? –dijo la mujer orgullosa—.
Esta es mi casa y no me voy a ir por ningún motivo. El pueblo nos ama.
María, presa del pánico y de la prisa abrió la
puerta y escuchó como si se tratara del viento al pasar los últimos gritos del
pueblo al subir la cuesta. De inmediato y llevando a un niño de cada mano salió
corriendo con rumbo a la salida del pueblo. Escuchó, mientras corría que su
hija pequeña se ponía a llorar, pero no podía detenerse. La tomó en brazos y le
pidió a su pequeño que tuviera cuidado con las piedras.
Cuando se escuchó una andanada de disparos a lo
lejos, allá por el resplandor, la mujer y sus hijos cruzaba un puente regado de
cadáveres.
—¿Qué les pasa, mami? –preguntó su hija entre
sollozos.
—Están durmiendo, mi amor. No los mires. Vamos…
vamos.
A pesar del miedo que sentía en su corazón, también
se sentía feliz. Por fin iba a salir de aquel infierno.
Llevaba más de diez minutos caminando por aquella
calle a oscuras cuando un enorme resplandor, allá abajo, se elevó hacia el
cielo. Se imaginó lo sucedido y apresuró un poco más el paso.
***
Tres días después de estos hechos, el arzobispo de
Tegucigalpa, aquel mismo que le había entregado a José de la Cruz unas cartas
para ser presentadas en el Álamo, abrió un sobre y comenzó a leer:
“martes, 15 de noviembre de 1910
Estimado señor arzobispo de Tegucigalpa, su oficina.
Esperando se encuentre bien de salud y en perfecta paz espiritual me dirijo
a usted, el sacerdote, por gracia del Señor, José de la Cruz Miranda Alcántara
para hacerle saber de una situación preocupante en el pueblo del Álamo…”