A la convocatoria no llegó absolutamente nadie,
pero él estuvo allí durante más de media hora, esperando. Se hizo de noche y
las luces de los hogares comenzaron a encenderse como luciérnagas en la
oscuridad. De vez en cuando pasaba alguien por la carretera, lo miraba, y sin
responder a su saludo seguían su camino.
“Señor, oró José de la Cruz, que se haga tu
voluntad”
Volvió despacio a su pequeño domicilio y cuando
abría la puerta escuchó a sus espaldas una voz de mujer:
—¡Padre José!
Se volvió. Entre las sombras que ya eran
pronunciadas pudo apreciar un enorme vestido y un chal sobre la cabeza. Se
trataba de María Sagastume, la esposa de Carlos Zelaya. La reconoció al
acercarse unos pasos más.
—Buenas noches, hija.
—Buenas noches, padre. ¿Podemos hablar un momento?
—Claro.
Y en vez de entrar se volvió y llegó hasta ella.
—Padre, yo fui la que solicité la presencia de un
cura en el pueblo.
José de la Cruz la miró entre las sombras y pudo
ver, a pesar de la oscuridad unos ojos llenos de temor. Se quedaron allí en el
mismo lugar hablando casi en susurros.
—Lo hice porque este pueblo está muy lejos de las
manos de Dios. Cuando me casé con Carlos pensé que había hecho una buena
elección, pero…
La voz pareció temblarle. Se arrebujó un poco más
en el chal negro que cubría su cabeza. Quizás quería no ser identificada.
—Carlos es un hombre malo –lo dijo con la voz a
punto de quebrársele—, no permite que la gente del pueblo se eduque y los
explota a más no poder. Los niños, desde muy pequeños comienzan a trabajar en
la mina y no se les paga ni siquiera lo mínimo. Y tiene a los soldados para
oprimir a la gente y para asustarla. Cuando usted le dijo que posiblemente el
fantasma que mantenía al pueblo encerrado en sus casas, eran dos hombres, lo
descubrió. De eso se trata.
José de la Cruz asintió, pero sentía que se estaba
metiendo, como decía su madre, en camisa de once varas. Algo muy grande para su
talla.
—He tratado de ir sola a la ciudad para hablar con
esto a mi padre, pero él no lo permite… es como si me tuviera secuestrada en
este lugar… además…
Aquí se llevó una mano a la boca como queriendo
llorar. Bajó la cabeza y pareció reconsiderar, u ordenar las ideas antes de
expresarlas. Pasó más de un minuto antes de que volviera a hablar. La
oscuridad, para entonces, era muy cerrada sobre ellos. A su alrededor y a
considerable distancia sólo se veían las luces de los fogones reflejados en las
ventanas.
—Ha matado a mucha gente…
Dijo aquello y a José de la Cruz le pareció algo
que le decían a otra persona y no a él. ¿A dónde había venido a caer? Miró, o
trató de mirar el rostro de la mujer a través del velo de oscuridad que los
cubría y no pudo. Se sentía extraño en una tierra extraña. La muerte, como les
había comentado a los niños era sólo el abandono del soplo divino del cuerpo,
pero ahora, mientras escuchaba a la mujer le pareció algo más palpable. Más
real que una simple teoría.
—Hija –le dijo tratando de dominar un pequeño
atisbo de pánico en el fondo de su conciencia.
Su madre le había dicho en alguna ocasión que a los
únicos que hay tenerles miedo es a las personas malas, porque pueden hacer
maldad. Era lo mismo que decía Cristo cuando decía que sólo debían tenerle
miedo a los que dañan el alma y no el cuerpo. O aquellos ladrones nocturnos que
se llevan el tesoro físico sin poderse llevar los tesoros espirituales. Algo le
recorrió la espina dorsal. Era frío.
—Tiene que ayudarnos, padre –dijo la mujer como en
forma de conclusión.
Aquellas palabras no eran una súplica. Eran una
especie de recordatorio a su investidura. Tiene
que. No, podría.
Por primera vez, José de la Cruz estaba ante la
disyuntiva del deber y el poder.
—¿Hay pruebas de todo lo que me dices, hija?
–preguntó al fin.
—Sí, las hay. Y son todas las personas que ha
matado. Nadie dice nada, pero todos lo saben. Todos tienen miedo, padre porque
no quieren morir, pero…
—¿Y si tienen miedo porque no se van? –preguntó
ingenuamente interrumpiéndola.
El frío de la noche comenzó a enviar su suave
brisa.
María Sagastume pareció dejar de respirar por unos
segundos, como si se hubiera congelado en el lugar o los pensamientos para ser
reorganizados se estuvieran colocando en su lugar en su cabeza.
—Lo han intentado, padre. Pero nadie ha podido. La
única forma de salir del Álamo es muerto.
Son los soldados los que sacan los cadáveres del pueblo y se deshacen de ellos
como si fueran perros. Nadie dice nada porque hay miedo. Y el miedo es lo único
que los mueve.
—Comprendo.
¿Pero, comprendía en realidad?
—Pensaré el asunto y veré cómo puedo hacer algo
–dijo, no muy convencido, pero inquieto al respecto.
La mujer volvió a guardar silencio y pareció
esperar algo más. Al final dijo:
—Doña Mariana le espera a cenar.
—Gracias, María. Dígale que llegaré pronto. Tengo
que quitarme un poco el sudor del cuerpo. He estado trabajando en la plaza y…
—Sí, lo he visto rodeado de niños. Eso es bueno.
—Quiero comenzar a enseñarles a leer y a escribir.
—Eso es una noble empresa, pero creo que no le será
posible. En cuanto empiece comenzarán los problemas para usted.
—¿Por qué dice eso?
—A Carlos, o a sus intereses, no le convienen las
personas educadas. Mientras más ignorantes mejor. Mientras más atontados por el
licor mejor.
—Sí, me parece que así funciona esto…
—Hay una cantina, o casa de perdición junto a las
barracas…
—Lo sé, la he visto. Es un verdadero lugar para
embrutecerse. ¿De quién es ese negocio?
—¿De quién cree?
—De Carlos, por supuesto.
El silencio fue la respuesta.
Se despidieron y el sacerdote buscó la oscuridad de
la ex escuela para asearse un poco.
***
El siguiente día fue casi una repetición del
anterior con el padre al pie de la cuesta pidiendo a voz en cuello la ayuda para
construir la iglesia, la hora y el lugar. Doña Mariana volvió a salir para
invitarle a desayunar y él aceptó. En esta ocasión no estuvo presente Carlos
Zelaya.
Después del desayuno se fue al plantel donde se
dedicó a continuar lo comenzado el día anterior. A las diez cuando pensó que ya
no llegarían los niños, se fueron acumulando ante él. Era domingo y por regla
era día de misa así que en vez de iniciar con lo de enseñar a leer trató de
darles instrucción religiosa en forma de historia. Los niños lo miraban y asentían,
aunque estaba convencido de que apenas le entendían.
Dedicó la tarde para pasear, o caminar por todo el
pueblo. Trató en varias ocasiones llegar a algunas viviendas, pero por lo visto
aquello estaba vedado a él. Apenas lo veían llegar cerraban las puertas
descaradamente.
Llegó hasta el puente que era la entrada al pueblo
y miró hacia la lejanía de la carretera allí donde los enormes robles parecían
formar un túnel natural. Era tan fácil salir del pueblo. No comprendía porque
la gente siendo tanta no tomaba sus cosas y se marchaba. Era tan fácil. O
quizás no. Quizás entre las sombras de aquellos árboles había gente armada,
vigilando la entrada y salida de todos. Quizás en ese mismo instante algunos
ojos lo observaban entre las hojas.
Regresó a su vivienda provisional y dedicó toda la
tarde a leer y pensar un poco. Al siguiente día sí comenzaría con las clases
para los niños. Algo tenía que hacer al respecto. Se puso, entonces, a preparar
las primeras lecciones. Utilizaría dos horas diarias a las enseñanzas y luego a
construir su iglesia.
Lo de la comida se vio resuelto de manera
satisfactoria cuando doña Mariana le prometió enviarle el almuerzo y la cena a
la escuela pero que el desayuno sería siempre en su casa. No era como aquello
de los lirios del campo y todo eso, pero era algo. Le dio las gracias con algo
de pena, pero ella insistió.
***
El lunes por la mañana sacó la pizarra que colgaba
muy cerca de la puerta de su habitación y la llevó hacia la parte trasera. Allí
con la ayuda de un par de mecates la colgó de las vigas y a una altura
considerable para que los más pequeños la alcanzaran. Encontró unos trozos de
tiza metidos en las tablas y durante el desayuno le pidió a doña Mariana
algunas. Ella con gusto le entregó una caja.
Carlos Zelaya, al escuchar las intenciones del
cura, no dijo nada, frunció el ceño y siguió tomando su café. De vez en cuando,
José de la Cruz lo miraba y luego a María como tratando de escudriñar sus
pensamientos. En el fondo de su ser no quería creer todo lo que la mujer le
había dicho. No lo creía posible. Muchos muertos. ¿Por qué? ¿Para qué?
Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere
ver, y José de la Cruz era muy nuevo en las cuestiones humanas. Toda su vida la
había pasado llenándose la cabeza de teorías acerca de lo que el ser humano
debería de ser y no de lo que era y eso lo cegaba un poco.
En algún momento del desayuno, Carlos Zelaya había
salido durante diez minutos y después había regresado a terminar su desayuno.
En aquel lapsus, después lo comprendería José, fue donde de manera solapada,
pues todo lo hacía así, dio órdenes estrictas a sus soldados para que fueran a
todas las casas de la aldea.
A las ocho de la mañana no se había presentado ni
un solo niño a clases, así que se dedicó al terreno. Tampoco llegaron los
pequeños. Aquello a él le pareció muy extraño debido al interés observado en
sus pequeños rostros. De vez en cuando detenía su trabajo y miraba hacia todos
lados. Nada. Parecía un verdadero pueblo fantasma todo aquello.
Llegó el mediodía y fue a recibir el almuerzo que
doña Mariana le mandaba con una muchacha. Comió. Volvió al trabajo y nada.
Aquello era muy extraño. Lo comprendió todo hasta que llegó Rogelio, acobijado
por las sombras de la noche y sollozando aquella misma tarde.
Él estaba sentando en las gradas de la escuela y
trataba de distinguir algunas formas a lo lejos. Vio el bultito acercarse y los
sollozos lo hicieron reaccionar. Se incorporó y preguntó:
—¿Hola? ¿Quién eres?
—Soy, yo, padre –dijo el niño entre sollozos.
—¿Rogelio?
—Sí.
—¿Qué te pasó? –se acercó a él y le tocó el hombro,
pero éste instintivamente se hizo a un lado.
—¡Me duele! –se quejó.
—¿Qué te ha pasado?
—No importa, padre.
—¿Cómo que no importa?
—Quería venir a ayudarle en la mañana, pero mi papá
me castigó. Me dijo que no desobedeciera sus órdenes.
—No ha venido nadie –confesó el padre con voz algo
hueca.
—En la mañana –dijo el niño— llegó un soldado a la
casa y le dijo a mi padre que no me dejara acercarme a usted o nos matarían…
¡Matar a un niño! ¡Ofrecerle la muerte a un niño
por ayudar a alguien! ¿Qué era aquello?
—¿Qué te matarían? –preguntó horrorizado y
experimentando una vez más aquella sensación de irrealidad que parecía poseerlo
todo en aquel lugar.
—Sí… y ya han matado a otros.
José de la Cruz trató de ponerle de nuevo su brazo
en el hombro a aquel niño como un gesto protector, pero recordó la queja y se
detuvo. ¿Qué estaba sucediendo allí? ¿Era posible?
El corazón es un órgano bastante curioso. Hay dos
formas en las cuales se acelera mucho. Cuando se hace ejercicio, o movimientos
prolongados de un músculo o cuando la mente le dice que lo haga porque
visualiza situaciones extremas. En aquel momento, José de la Cruz se imaginó a
los soldados matando niños y el corazón se le aceleró. No era algo imposible,
ya había sucedido en el pasado en muchos lugares. Pero… allí, en un supuesto
país civilizado ¿Y por qué?
Su cerebro, también civilizado, no lo podía
concebir. Era algo ilógico. Imposible de comprender. Sobretodo ¿Por qué?
—¿Han matado niños? –preguntó al fin.
—Sí. A muchos.
—¿Por qué? –trató de dominar el pánico, pero la voz
es traicionera y le salió algo fracturada.
—Han querido salir del pueblo.
Recordó su caminata hasta el puente y se
estremeció.
—¿Cómo es eso? ¿Qué les sucede?
—Hay militares, con rifles y disparan.
—Pero ¿Por qué?
Esa era la cuestión ¿Por qué?
El niño se había calmado un poco, por lo menos no
se escuchaban sus sollozos ya. El contar aquello, de alguna forma, le había
dado algo de fuerzas o por lo menos de consuelo. De confianza.
—¿Por qué no dejan salir a la gente del pueblo?
–insistió.
—Por la plata.
—¿La plata?
—Muchas veces he escuchado a mi papá decirle a
madre que siempre que los reúnen los militares les advierten que no pueden
salir del pueblo porque muchos han robado plata de la mina. Y que si no la
entregan no podrán salir vivos. Pero mi papá, le asegura que él no tiene plata.
Pero siempre les dicen lo mismo.
—Pero ¿Por qué matar a los niños?
—Los soldados creen que los niños sacan la plata y
por eso los matan.
—¿Has conocido a los niños que han matado?
—Ujú –asintió.
—¿Cuántos niños han matado que tu recuerdes?
—Creo que… —pareció hacer un cálculo mental— a más
de diez.
José de la Cruz se estremeció. Diez pequeños. Sólo
de imaginárselos se le erizaron todos los pelos de la piel.
—¿Y nadie dice nada? Los padres de los niños…
—Si dicen algo también los matan.
Aquello estaba más allá de los cálculos mentales de
cualquier persona. ¿Era posible?
—Regresa a tu casa, Rogelio y no le cuentes a nadie
que has hablado conmigo. Espero que te mejores y no te preocupes, algún día
todo esto cambiará.
—¿Usted cree, padre?
La voz del niño sonaba esperanzada.
—Claro que sí. Pero no le cuentes a nadie lo que me
has dicho. Sólo quiero hacerte otra pregunta. ¿Cuántos soldados hay, más o
menos, cuidando las entradas y salidas del Álamo?
—En los bosques hay más de quince. Más los de la
mina… diez. Por todos son casi treinta.
José de la Cruz se estremeció. Entonces sí. Sí le
habían visto llegar y también lo habían visto acercarse al puente.
—¿Hay alguna forma de salir del Álamo sin que ellos
lo vean a uno? ¿Por la quebrada? ¿Por el puente? ¿Por el cerro?
—No –dijo tajantemente el niño—. Todo está
vigilado.
—Ya
entiendo. Cuídate Rogelio y no te preocupes. Algún día cambiará todo esto.
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