miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 6





No se dio cuenta, tan concentrado estaba en la población, que uno de los militares con el rifle en la mano se había acercado a él por la espalda. Le dio un buen susto cuando dijo:
—¿Quién es usté?
“Usté” así lo dijo.
—Ah, hola, hijo. Yo soy…
—Usté no es mi padre –dijo con mala cara el tipo que debía tener apenas unos dieciocho años, pero que ya debía de andar necesitando un buen baño por el olor que despedía su cuerpo.
—Perdón… soy el nuevo sacerdote del pueblo.
—¿Un sardote?
—Sacerdote, cura, capellán…
—Un capellán –pareció entenderlo.
—Así es.
—Aquí no puede estar. Está mina es del gobierno. Sólo los trabajadores y don José pueden estar aquí.
—Ah, lo siento. No lo sabía. Ya me voy.
José de la Cruz estaba comenzando a comprender algunas cuestiones del accionar del pueblo. Era un lugar lleno de recelo. Quizás no fuera África ni el Amazonas, pero había un ambiente semejante. O al menos la sensación de que allí todo parecía regirse por una simple ley: la del silencio.
Descendió la cuesta de nuevo y miró hacia el jardín de la mansión de los Zelaya Gómez. La mujer ya no estaba en el jardín. Las rosas parecían marchitas y el sol de la tarde tostaba sus verdes hojas hasta ponerlas amarillas. Hasta las flores parecían crecer con discreción en aquel lugar.

***
Tocó varias puertas, pero nadie salió a recibirle. Anduvo más de veinte casas antes de darse cuenta que o no había nadie o no querían recibir en ellas a un extraño. Los pocos niños que vio jugando en los patios, al escuchar los llamados, miraban y luego seguían en lo suyo como si nada.
—¿Está tu mamá? ¿Está tu papá? ¿Hay alguien mayor en la casa? ¿Puedo pasar? ¿Podemos hablar?
Ninguna de sus preguntas tuvo respuesta. Así que algo cansado de intentar y porque la noche se le vino encima con lentitud, pero segura, decidió regresar a su huevo hogar. Lo hizo con la mente algo cargada de pensamientos preocupantes. En primer lugar, aquello era muy extraño. Tenía entendido que alguien de aquel pueblo había pedido a la diócesis de Tegucigalpa a un sacerdote para llevar a cabo un reavivamiento de la fe ¿Quién? Ni idea, porque en las pocas horas que llevaba allí nadie se había mostrado interesado por él.
Regresó, entonces, abatido y cansado a su nueva residencia. Por lo menos en eso Dios no se había olvidado de él. Al entrar de nuevo a la vieja escuela notó el rotundo cambio. Había una cama cubierta con mantas blancas casi debajo de la vieja pizarra que aún continuaba allí. Las dos mesitas habían sido colocadas contra una pared y con manteles ahora eran una especie de poyete natural. Sus maletas estaban sobre dos sillas limpias y una lámpara de gas yacía junto a unos cerillos. Aun no era noche cerrada, por eso no encendió aún dicho objeto, pero si tomó la caja de fósforos para estar listo cuando lo hiciera.
Cerró la puerta tras de sí y se asomó a la ventana que se abría en dirección hacia la mina y la mansión de los Zelaya. Hacia allá, sobre la pendiente de la mina se veía un suave resplandor. Se preguntó que estaría sucediendo allá. Además, en la mayoría de las viviendas se veía la lumbre encendida. Se preguntó si no había sido muy temprano su visita a las viviendas.
En eso estaba meditando cuando vio pasar enfrente de la plaza a un grupo de hombres que caminaba animadamente por la calle principal. Parecían ir contándose chistes o algo parecido pues la plática suscitaba de vez en cuando alguna carcajada. Eran cinco, los contó dos veces para estar seguro. Doblaron hacia la derecha y tomaron el camino de la mina.
Sin pensárselo dos veces salió, cerró la puerta y cuando los hombres se alejaron un poco salió detrás de ellos.
Los persiguió durante varias cuadras de casas hasta que estos, doblando por la izquierda de la casa de los Zelaya tomaron un pequeño sendero que parecía desviarse de la misa hacia ese rumbo. Pasó junto a la casa de los Zelaya y notó luces en los dos pisos.
Llegó por aquel sendero hacia la zona de las casas de los trabajadores temporales de la mina. Se trataban de casitas pequeñas hechas de madera y de zinc como la misma ex escuela. Las casitas se diseminaban aquí y allá como cajitas de fósforos y una pequeña avenida que descendía las dividía en dos bloques. Por aquella avenida uno subía hasta la mina y bajaba hasta una pequeña explanada donde había una casa un poquito más grande y era de donde salían ruidos, carcajadas y supuestamente la música de un violín. Todo parecía allí alegría y felicidad.
Eran como las siete de la noche y ya todo mundo, o quien podía en la mina, se acercaba a aquel lugar.
Al fondo, quizás a unos veinte metros de la enorme barraca de donde salía el ruido había otra cabaña de madera y zinc, pero parecía estar a un nivel más bajo. Y más allá, corría una fina línea de agua. La quebrada que se cruzaba por el puente cuando se entraba al pueblo. Estaba seguro.
La noche era de luna nueva por lo cual cuidó su paso al descender por el breve sendero hacia la construcción de la música. El violín parecía subir y bajar su volumen a medida que él se acercaba. Además del violín, le pareció escuchar una guitarra acompañándolo.
Terminó de bajar hasta el plantel donde estaba la barraca y se asomó por una de las ventanas abiertas. Había tres en la cara de la pared que daba a la mina, pero sólo una abierta. En el interior había más de treinta hombres sentados alrededor de pequeñas mesas en cuyos centros sendas botellas transparentes mostraban también un líquido transparente. Toda la estancia era iluminada por candiles colocados en las esquinas, sobre pedestales de metal. Al fondo, en la pared opuesta a la única puerta del local, había una especie de barra donde un hombre, con un montón de botellas a sus espaldas, servía a los que solicitaban. Y casi pegados a la barra estaba un hombre con un violín y otro con un guitarrón dándole desanimadamente a las cuerdas, ambos.
Hasta las fosas nasales de José de la Cruz llegó el olor a alcohol y no tuvo más opción que arrugar la nariz. Su padre bebía, pero no hasta el punto de embrutecerse. Allí había varios hombres tirados, ya, sobre el piso mientras que otros estaban a punto de caer. No había ni una sola mujer en el lugar. Varios borrachos, y la noche apenas comenzaba. Se imaginó que aquel local pasaba todo el día abierto y quizás toda la noche.
Como él era un hombre de decisiones rápidas, fue hacia la puerta de entrada y sin pensarlo mucho entró al local. Varias miradas vidriosas y no tanto se volvieron hacia él para observarlo con curiosidad. Curiosidad que pronto pasó y todos volvieron a los suyo. Su hábito negro era símbolo simple de su investidura, pero allí, como ya había comprobado con el soldado en la cima de la rampa, parecía tenerles sin cuidado.
—Buenas noches –saludó al entrar.
Nadie le respondió.
Miró hacia todos lados tratando de que en su mirada no se mostrara el reproche. Por lo general los borrachos no son conscientes de su embriaguez y del daño que le están haciendo a su organismo y quizás a su propio grupo familiar.
Avanzó despacio por entre las mesas hasta llegar a la barra.
—Buenas noches –saludó de nuevo.
El hombre que estaba en la barra lo miró y luego hizo un movimiento brusco con la cabeza como indicándole que qué quería.
—No, yo no bebo –le dijo al hombre—, solo ando mirando por aquí. Conociendo a los feligreses.
El hombre no dijo nada. Tomó un trapo y se puso a limpiar la improvisada barra que no era más que una tabla colocada sobre otras tablas. Lo que sí había era aguardiente. Botellas y más botellas en los estantes del fondo y más en cajas de madera colocadas en el piso. Había una puerta detrás de la barra, en una esquina. Supuso José que daba a alguna bodeguita trasera.
—¿De quién es este negocio? –preguntó al hombre que ni siquiera levantó la cabeza. Parecía estar interesado en una mancha muy dura en el centro de la tabla y le estaba dando duro con el trapo.
Al no obtener respuesta, el joven sacerdote se dedicó a mirar, bajo aquella pálida luz, los rostros de las personas que estaban allí. Tampoco era una medida para luego recriminar, sólo para un recordatorio personal. Por experiencia propia sabía que a una persona no se le cambia juzgándosele, sino comprendiéndola.
—Gracias –dijo al cabo de un rato—. Qué pasen buenas noches.
Y salió.
Pero al salir estuvo a punto de chocar con un hombre bien trajeado de blanco que presuroso buscaba el calorcito del local.
—Disculpe –le dijo.
Al fijarse bien se enteró que se trataba de Carlos José Zelaya. Éste ni siquiera se dignó saludarlo y entró directamente en el local.

***

Trató de leer un poco a la luz del candil antes de acostarse a dormir, pero no podía concentrarse. La actitud de toda aquella gente lo tenía profundamente desconcertado. Prácticamente sólo la madre y el hijo le habían dirigido la palabra. La una para decir que estaba bien y el otro para decirle que no le querían allí.
Pero lo que más le intrigaba era la actitud de la gente. Todos parecían ignorarlo a propósito. Como si algo los estuviera obligando a tomar aquella actitud. Ni siquiera los niños se dignaban a dirigirle la palabra.
Cerró la única ventana que había dejado abierta y se metió debajo de las sábanas. El viento soplaba levemente sobre el techo de zinc produciendo un sonido como a silbido fino, como de esos que dicen sólo escuchan los perros. Trató de dormir y no pudo de inmediato.
En la madrugada, sintió deseos de orinar y comprobó, un poco azorado, que no había pensado en eso al acostarse. Por fuerza tendría que salir al exterior y no quería. Quizás hacía frío.
Se envolvió lo mejor que pudo en una de las mantas y abrió la puerta. El silencio era más pronunciado que al dormirse, un acto que no recordaba cuándo había sucedido.
La puerta chirrió estridente hasta el punto de hacerle doler un poco las muelas. Salió a una noche cerrada. Sólo algunas estrellas brillaban allá en lo alto como testigos mudos de su micción. Bajó los dos escalones y se puso a orinar con verdadero placer.
En efecto, hacía frío y caía una suave brisa. Serían las dos o las tres de la mañana, según calculó. Todo estaba en tinieblas y ni siquiera aquel resplandor que viera en la planicie de la mina se veía ya. Echó una mirada hacia allá y sólo logró distinguir la forma del cerro e intercalados los altos álamos de las casas parecían flacos y altos fantasmas como ya se los había imaginado durante el día. Terminó de orinar y ya iba a darse la vuelta para regresar a la calidez del edificio cuando le pareció escuchar a su izquierda un grito.
Era una especie de maullido y voz humana mezclada. Duró apenas un par de segundos, pero no pudo evitar sentir un estremecimiento subiendo por la columna vertebral. Aquello le había parecido demasiado cercano a lo humano. Sin pensarlo más volvió al interior de la antigua escuela y echando el pasador se metió bajo las cobijas.
¿Tenía miedo?
La verdad era que no. Desde hacía muchos años había tirado el miedo a donde fuera que éste se iba cuando un ser humano lo desechaba de su interior.
Trató de dormirse de nuevo y no pudo. Le pareció volver a escuchar aquel sonido agudo mezcla de voz de mujer y de gato y se incorporó el lecho. Encendió el candil y comenzó a vestirse despacio.
Cuando estuvo completamente vestido apagó el candil, se encomendó a Dios y salió hacia la oscuridad de la madrugada. Cerró la puerta detrás de él y bajó los dos escalones. Esperó un momento para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y comenzó a andar. Le pareció volver escuchar el sonido siempre a su izquierda y hacia allá se movió.
Salió a la calle de tierra blanca y miró a ambos lados. Todo seguía estando en calma y el frío parecía apretar un poco más desde aquella perspectiva. Echó a andar hacia su izquierda hacia donde había escuchado el ruido y como si estuviera saliendo del pueblo. Avanzó por en medio de la calle tratando de no hacer mucho ruido. Parecía una sombra, con su sotana negra, avanzando sobre una superficie gris.
Cuando ya iba a llegar al puente que cruzaba la quebrada y que era el último signo del pueblo volvió a escuchar el sonido, esta vez a su espalda. Volvió a sentir el frío recorriendo su columna vertebral. Sacó el rosario y comenzó a decir las letanías en un murmullo. Se dio la vuelta y lo vio.
Allá, saliendo de uno de los callejones de las primeras casas de la izquierda iba saliendo una especie de bulto gris de cuatro patas o eso le pareció a él a primera vista. Por lo visto aquel ser, o lo que fuera, no le había visto a él. Quizás fue por el traje negro y la oscuridad, quizás fue pura suerte, pero no le vio.
Aquella cosa que parecía tener cuatro patas pero que al mismo tiempo le recordaban el paso de una persona lo puso a pensar. Aquello no podía ser un animal. Quizás…
Mientras avanzaba aquello por la oscuridad y justo en medio de la calle como él lo había hecho emitía aquel extraño sonido a intervalos regulares, como un ritmo. Se detenía, alzaba la cabeza y dejaba salir la queja. Sí, porque el ruido aquel era lo más semejante a una queja que se pudiera a imaginar. Como si a alguna mujer la hubieran metido junto a un gato verdaderamente peligroso y ambos estuvieran en una riña de gritos. El del gato sobresalía más que el de la mujer. Algo extraño.
Despacio y apartándose a la orilla de la calle, José de la Cruz, comenzó a seguir aquello. Mientras lo hacía seguía sus letanías y mantenía el rosario apretado en una mano. En algún momento, aquello, se metió en otro callejón y volvió a emitir su extraño sonido. El padre se escondió a la vera de un cerco y se agachó cuando vio que daba la vuelta.
Estuvo con el corazón en un puño viendo como aquello se regresaba y pasaba muy cerca de él, pero sin notarlo. La oscuridad y el color de su sotana ayudaron. Al sentirlo pasar junto a él no pudo evitar echarle un vistazo.
Se quedó de una pieza al comprobar que se trataba todo aquello y sonrió para sus adentros al comprender lo que posiblemente sucedía en toda aquella gente. Pero esperó a que aquello pasara para ponerse de nuevo en pie y volver a seguirlos. Porque no era uno sino dos.

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