No se dio cuenta, tan concentrado estaba en la
población, que uno de los militares con el rifle en la mano se había acercado a
él por la espalda. Le dio un buen susto cuando dijo:
—¿Quién es usté?
“Usté” así lo dijo.
—Ah, hola, hijo. Yo soy…
—Usté no es mi padre –dijo con mala cara el tipo
que debía tener apenas unos dieciocho años, pero que ya debía de andar
necesitando un buen baño por el olor que despedía su cuerpo.
—Perdón… soy el nuevo sacerdote del pueblo.
—¿Un sardote?
—Sacerdote, cura, capellán…
—Un capellán –pareció entenderlo.
—Así es.
—Aquí no puede estar. Está mina es del gobierno.
Sólo los trabajadores y don José pueden estar aquí.
—Ah, lo siento. No lo sabía. Ya me voy.
José de la Cruz estaba comenzando a comprender
algunas cuestiones del accionar del pueblo. Era un lugar lleno de recelo.
Quizás no fuera África ni el Amazonas, pero había un ambiente semejante. O al
menos la sensación de que allí todo parecía regirse por una simple ley: la del
silencio.
Descendió la cuesta de nuevo y miró hacia el jardín
de la mansión de los Zelaya Gómez. La mujer ya no estaba en el jardín. Las
rosas parecían marchitas y el sol de la tarde tostaba sus verdes hojas hasta
ponerlas amarillas. Hasta las flores parecían crecer con discreción en aquel
lugar.
***
Tocó varias puertas, pero nadie salió a recibirle.
Anduvo más de veinte casas antes de darse cuenta que o no había nadie o no
querían recibir en ellas a un extraño. Los pocos niños que vio jugando en los
patios, al escuchar los llamados, miraban y luego seguían en lo suyo como si
nada.
—¿Está tu mamá? ¿Está tu papá? ¿Hay alguien mayor en
la casa? ¿Puedo pasar? ¿Podemos hablar?
Ninguna de sus preguntas tuvo respuesta. Así que
algo cansado de intentar y porque la noche se le vino encima con lentitud, pero
segura, decidió regresar a su huevo hogar. Lo hizo con la mente algo cargada de
pensamientos preocupantes. En primer lugar, aquello era muy extraño. Tenía
entendido que alguien de aquel pueblo había pedido a la diócesis de Tegucigalpa
a un sacerdote para llevar a cabo un reavivamiento de la fe ¿Quién? Ni idea,
porque en las pocas horas que llevaba allí nadie se había mostrado interesado
por él.
Regresó, entonces, abatido y cansado a su nueva
residencia. Por lo menos en eso Dios no se había olvidado de él. Al entrar de
nuevo a la vieja escuela notó el rotundo cambio. Había una cama cubierta con
mantas blancas casi debajo de la vieja pizarra que aún continuaba allí. Las dos
mesitas habían sido colocadas contra una pared y con manteles ahora eran una
especie de poyete natural. Sus maletas estaban sobre dos sillas limpias y una
lámpara de gas yacía junto a unos cerillos. Aun no era noche cerrada, por eso
no encendió aún dicho objeto, pero si tomó la caja de fósforos para estar listo
cuando lo hiciera.
Cerró la puerta tras de sí y se asomó a la ventana
que se abría en dirección hacia la mina y la mansión de los Zelaya. Hacia allá,
sobre la pendiente de la mina se veía un suave resplandor. Se preguntó que
estaría sucediendo allá. Además, en la mayoría de las viviendas se veía la
lumbre encendida. Se preguntó si no había sido muy temprano su visita a las
viviendas.
En eso estaba meditando cuando vio pasar enfrente
de la plaza a un grupo de hombres que caminaba animadamente por la calle
principal. Parecían ir contándose chistes o algo parecido pues la plática
suscitaba de vez en cuando alguna carcajada. Eran cinco, los contó dos veces
para estar seguro. Doblaron hacia la derecha y tomaron el camino de la mina.
Sin pensárselo dos veces salió, cerró la puerta y
cuando los hombres se alejaron un poco salió detrás de ellos.
Los persiguió durante varias cuadras de casas hasta
que estos, doblando por la izquierda de la casa de los Zelaya tomaron un
pequeño sendero que parecía desviarse de la misa hacia ese rumbo. Pasó junto a
la casa de los Zelaya y notó luces en los dos pisos.
Llegó por aquel sendero hacia la zona de las casas
de los trabajadores temporales de la mina. Se trataban de casitas pequeñas
hechas de madera y de zinc como la misma ex escuela. Las casitas se diseminaban
aquí y allá como cajitas de fósforos y una pequeña avenida que descendía las dividía
en dos bloques. Por aquella avenida uno subía hasta la mina y bajaba hasta una
pequeña explanada donde había una casa un poquito más grande y era de donde
salían ruidos, carcajadas y supuestamente la música de un violín. Todo parecía
allí alegría y felicidad.
Eran como las siete de la noche y ya todo mundo, o
quien podía en la mina, se acercaba a aquel lugar.
Al fondo, quizás a unos veinte metros de la enorme
barraca de donde salía el ruido había otra cabaña de madera y zinc, pero
parecía estar a un nivel más bajo. Y más allá, corría una fina línea de agua.
La quebrada que se cruzaba por el puente cuando se entraba al pueblo. Estaba
seguro.
La noche era de luna nueva por lo cual cuidó su
paso al descender por el breve sendero hacia la construcción de la música. El
violín parecía subir y bajar su volumen a medida que él se acercaba. Además del
violín, le pareció escuchar una guitarra acompañándolo.
Terminó de bajar hasta el plantel donde estaba la
barraca y se asomó por una de las ventanas abiertas. Había tres en la cara de
la pared que daba a la mina, pero sólo una abierta. En el interior había más de
treinta hombres sentados alrededor de pequeñas mesas en cuyos centros sendas
botellas transparentes mostraban también un líquido transparente. Toda la estancia
era iluminada por candiles colocados en las esquinas, sobre pedestales de
metal. Al fondo, en la pared opuesta a la única puerta del local, había una
especie de barra donde un hombre, con un montón de botellas a sus espaldas,
servía a los que solicitaban. Y casi pegados a la barra estaba un hombre con un
violín y otro con un guitarrón dándole desanimadamente a las cuerdas, ambos.
Hasta las fosas nasales de José de la Cruz llegó el
olor a alcohol y no tuvo más opción que arrugar la nariz. Su padre bebía, pero
no hasta el punto de embrutecerse. Allí había varios hombres tirados, ya, sobre
el piso mientras que otros estaban a punto de caer. No había ni una sola mujer
en el lugar. Varios borrachos, y la noche apenas comenzaba. Se imaginó que
aquel local pasaba todo el día abierto y quizás toda la noche.
Como él era un hombre de decisiones rápidas, fue
hacia la puerta de entrada y sin pensarlo mucho entró al local. Varias miradas
vidriosas y no tanto se volvieron hacia él para observarlo con curiosidad. Curiosidad
que pronto pasó y todos volvieron a los suyo. Su hábito negro era símbolo
simple de su investidura, pero allí, como ya había comprobado con el soldado en
la cima de la rampa, parecía tenerles sin cuidado.
—Buenas noches –saludó al entrar.
Nadie le respondió.
Miró hacia todos lados tratando de que en su mirada
no se mostrara el reproche. Por lo general los borrachos no son conscientes de
su embriaguez y del daño que le están haciendo a su organismo y quizás a su
propio grupo familiar.
Avanzó despacio por entre las mesas hasta llegar a
la barra.
—Buenas noches –saludó de nuevo.
El hombre que estaba en la barra lo miró y luego
hizo un movimiento brusco con la cabeza como indicándole que qué quería.
—No, yo no bebo –le dijo al hombre—, solo ando
mirando por aquí. Conociendo a los feligreses.
El hombre no dijo nada. Tomó un trapo y se puso a
limpiar la improvisada barra que no era más que una tabla colocada sobre otras
tablas. Lo que sí había era aguardiente. Botellas y más botellas en los
estantes del fondo y más en cajas de madera colocadas en el piso. Había una
puerta detrás de la barra, en una esquina. Supuso José que daba a alguna
bodeguita trasera.
—¿De quién es este negocio? –preguntó al hombre que
ni siquiera levantó la cabeza. Parecía estar interesado en una mancha muy dura
en el centro de la tabla y le estaba dando duro con el trapo.
Al no obtener respuesta, el joven sacerdote se
dedicó a mirar, bajo aquella pálida luz, los rostros de las personas que
estaban allí. Tampoco era una medida para luego recriminar, sólo para un
recordatorio personal. Por experiencia propia sabía que a una persona no se le
cambia juzgándosele, sino comprendiéndola.
—Gracias –dijo al cabo de un rato—. Qué pasen
buenas noches.
Y salió.
Pero al salir estuvo a punto de chocar con un
hombre bien trajeado de blanco que presuroso buscaba el calorcito del local.
—Disculpe –le dijo.
Al fijarse bien se enteró que se trataba de Carlos
José Zelaya. Éste ni siquiera se dignó saludarlo y entró directamente en el
local.
***
Trató de leer un poco a la luz del candil antes de
acostarse a dormir, pero no podía concentrarse. La actitud de toda aquella
gente lo tenía profundamente desconcertado. Prácticamente sólo la madre y el
hijo le habían dirigido la palabra. La una para decir que estaba bien y el otro
para decirle que no le querían allí.
Pero lo que más le intrigaba era la actitud de la
gente. Todos parecían ignorarlo a propósito. Como si algo los estuviera
obligando a tomar aquella actitud. Ni siquiera los niños se dignaban a dirigirle
la palabra.
Cerró la única ventana que había dejado abierta y
se metió debajo de las sábanas. El viento soplaba levemente sobre el techo de
zinc produciendo un sonido como a silbido fino, como de esos que dicen sólo
escuchan los perros. Trató de dormir y no pudo de inmediato.
En la madrugada, sintió deseos de orinar y
comprobó, un poco azorado, que no había pensado en eso al acostarse. Por fuerza
tendría que salir al exterior y no quería. Quizás hacía frío.
Se envolvió lo mejor que pudo en una de las mantas
y abrió la puerta. El silencio era más pronunciado que al dormirse, un acto que
no recordaba cuándo había sucedido.
La puerta chirrió estridente hasta el punto de
hacerle doler un poco las muelas. Salió a una noche cerrada. Sólo algunas
estrellas brillaban allá en lo alto como testigos mudos de su micción. Bajó los
dos escalones y se puso a orinar con verdadero placer.
En efecto, hacía frío y caía una suave brisa.
Serían las dos o las tres de la mañana, según calculó. Todo estaba en tinieblas
y ni siquiera aquel resplandor que viera en la planicie de la mina se veía ya.
Echó una mirada hacia allá y sólo logró distinguir la forma del cerro e
intercalados los altos álamos de las casas parecían flacos y altos fantasmas
como ya se los había imaginado durante el día. Terminó de orinar y ya iba a
darse la vuelta para regresar a la calidez del edificio cuando le pareció
escuchar a su izquierda un grito.
Era una especie de maullido y voz humana mezclada.
Duró apenas un par de segundos, pero no pudo evitar sentir un estremecimiento
subiendo por la columna vertebral. Aquello le había parecido demasiado cercano
a lo humano. Sin pensarlo más volvió al interior de la antigua escuela y
echando el pasador se metió bajo las cobijas.
¿Tenía miedo?
La verdad era que no. Desde hacía muchos años había
tirado el miedo a donde fuera que éste se iba cuando un ser humano lo desechaba
de su interior.
Trató de dormirse de nuevo y no pudo. Le pareció
volver a escuchar aquel sonido agudo mezcla de voz de mujer y de gato y se
incorporó el lecho. Encendió el candil y comenzó a vestirse despacio.
Cuando estuvo completamente vestido apagó el
candil, se encomendó a Dios y salió hacia la oscuridad de la madrugada. Cerró
la puerta detrás de él y bajó los dos escalones. Esperó un momento para que sus
ojos se acostumbraran a la oscuridad y comenzó a andar. Le pareció volver
escuchar el sonido siempre a su izquierda y hacia allá se movió.
Salió a la calle de tierra blanca y miró a ambos
lados. Todo seguía estando en calma y el frío parecía apretar un poco más desde
aquella perspectiva. Echó a andar hacia su izquierda hacia donde había
escuchado el ruido y como si estuviera saliendo del pueblo. Avanzó por en medio
de la calle tratando de no hacer mucho ruido. Parecía una sombra, con su sotana
negra, avanzando sobre una superficie gris.
Cuando ya iba a llegar al puente que cruzaba la
quebrada y que era el último signo del pueblo volvió a escuchar el sonido, esta
vez a su espalda. Volvió a sentir el frío recorriendo su columna vertebral.
Sacó el rosario y comenzó a decir las letanías en un murmullo. Se dio la vuelta
y lo vio.
Allá, saliendo de uno de los callejones de las
primeras casas de la izquierda iba saliendo una especie de bulto gris de cuatro
patas o eso le pareció a él a primera vista. Por lo visto aquel ser, o lo que
fuera, no le había visto a él. Quizás fue por el traje negro y la oscuridad,
quizás fue pura suerte, pero no le vio.
Aquella cosa que parecía tener cuatro patas pero
que al mismo tiempo le recordaban el paso de una persona lo puso a pensar.
Aquello no podía ser un animal. Quizás…
Mientras avanzaba aquello por la oscuridad y justo
en medio de la calle como él lo había hecho emitía aquel extraño sonido a
intervalos regulares, como un ritmo. Se detenía, alzaba la cabeza y dejaba salir
la queja. Sí, porque el ruido aquel era lo más semejante a una queja que se
pudiera a imaginar. Como si a alguna mujer la hubieran metido junto a un gato
verdaderamente peligroso y ambos estuvieran en una riña de gritos. El del gato
sobresalía más que el de la mujer. Algo extraño.
Despacio y apartándose a la orilla de la calle,
José de la Cruz, comenzó a seguir aquello. Mientras lo hacía seguía sus
letanías y mantenía el rosario apretado en una mano. En algún momento, aquello,
se metió en otro callejón y volvió a emitir su extraño sonido. El padre se
escondió a la vera de un cerco y se agachó cuando vio que daba la vuelta.
Estuvo con el corazón en un puño viendo como
aquello se regresaba y pasaba muy cerca de él, pero sin notarlo. La oscuridad y
el color de su sotana ayudaron. Al sentirlo pasar junto a él no pudo evitar
echarle un vistazo.
Se quedó de una pieza al comprobar que se trataba
todo aquello y sonrió para sus adentros al comprender lo que posiblemente
sucedía en toda aquella gente. Pero esperó a que aquello pasara para ponerse de
nuevo en pie y volver a seguirlos. Porque no era uno sino dos.
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