miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 10





Dicen que Roma no se construyó en un día, ni en un año y mucho menos en muchos siglos. Algunos sostienen que Roma sigue construyéndose como muchas ciudades desaparecidas en el transcurso de los siglos. El proyecto del padre José de la Cruz comenzó a tomar verdadera forma cuando aquel grupo de hombres se abrió por completo hacia él. Pero fue Jerusalén el primero en hacerlo.
El hombre, al sentirse apreciado en su trabajo, comenzó a mostrar síntomas de sentirse muy a gusto con el padre. Era la primera vez, quizás en muchos años, que se le llamaba por su nombre y en verdad su capacidad de constructor era tomada en cuenta. La iglesia comenzó a tomar forma en menos de una semana y para entonces, toda la cuadrilla llegaba antes de la hora y se iba un poco después.
El padre José de la Cruz era simpático a aquellos hombres y ahora, todos, se dignaban a contarse algún chiste en presencia de él y hasta le hacían chanzas. Porque el padre se quitó la sotana y se puso al lado de ellos a trabajar hombro con hombro. Eso les gustó, aunque se reían mucho cuando se caía o no podía hacer algo en particular.
—Ya van a ver –los amenazaba el padre sonriendo y levantando el puño—, cuando este brazo agarre fuerza me los voy a sonar a todos.
—Con un dedo, padre –le decían entre sonrisas.
José de la Cruz, entonces, poco a poco comenzó a construir su Roma entre aquellos trabajadores. El único problema, para su plan era que cuando trataba de hablar de la mina los hombres se ponían taciturnos. Miraban hacia los lados con recelo y en especial al militar que los veía de lejos. Por cierto, éste nunca era el mismo, pero el padre trataba de ganárselos a todos con zalamerías bien calculadas.
Pero los militares, a diferencia de los campesinos, eran de expresión fría y dura. Unas verdaderas máquinas preparadas para la insensibilidad. Y si tenían varios muertos en su haber seguramente tenían dura también el alma. Con ninguno pudo congeniar.
Pero, como ya dijimos, con Fernando Jerusalén si pudo hacerlo. Todo comenzó una tarde cuando, al estarle trayendo piedras para el relleno, le preguntó:
—Tú eres un hombre preparado, Jerusalén –le dijo—. ¿Cómo terminaste aquí?
—Yo aquí nací, padre. Nací cuando el padre de… del jefe actual estaba vivo. En aquella época, estaba funcionando la escuela y nos daban clases hasta de inglés.
—¿De veras?
—Así es. La mayoría de nosotros asistíamos a la escuela hasta los doce años y después podíamos elegir entre ser mineros o marcharnos a estudiar a Tegucigalpa. A veces nos conseguían ayuda y muchos se fueron, pero la mayoría, quizás en agradecimiento y porque nos pagaban muy bien, nos quedamos a trabajar en la mina.
El militar se acercaba de vez en cuando para tratar de escuchar lo que se decía, pero en ese momento, José de la Cruza se ponía a hablar de José el carpintero, el padre de Jesús. Entonces el militar se iba y creía que de eso se trataba todo.
En algún momento, cuando el militar estuvo lejos de ellos, José de la Cruz le murmuró en tono quedo:
—Sé lo que sucede ahora, hijo.
Jerusalén, se detuvo un segundo a mirarlo y a considerar la cuestión.
—No le creo, padre –le dijo bajando la visa hacia el lugar donde colocaba la mezcla.
En ese momento el padre José de la Cruz fue por otra roca y miró que el militar dormía la mona debajo de un pequeño árbol de guayaba a unos diez metros de distancia.
Regresó junto a Jerusalén con una roca y se la entregó al tiempo que le decía:
—Se de las muertes de niños y adultos y sobre el clima de terror que han creado para hacerlos trabajar como animales.
El hombre tomó la roca, la colocó sobre la mezcla fresca y luego dijo:
—Esto es una prisión, padre –a la voz pareció doblársele—. Todos han perdido a alguien.
—¿Tú también?
Jerusalén esperó unos segundos con la piedra suspendida en el aire, la puso y contestó:
—No me gusta hablar de eso… es como si… como si Dios se hubiera olvidado de nosotros.
—Lo siento, hijo. Pero, Dios… nunca olvida a sus hijos.
—Sólo un padre sabe lo que es perder a un hijo cuando éste apenas tiene ocho años…
La voz se le quebró y José de la Cruz se arrepintió el haber tocado aquel tema. Pero más adelante supo que había sido acertado. Doloroso, pero acertado.
Dos días después, un viernes, cuando los muros de la iglesia iban subiendo a gran velocidad (ya llevaban más de un metro de alto), Jerusalén le murmuró al padre antes de despedirse en la tarde:
—Venga a la casa cuando oscurezca y esté seguro que nadie lo sigue. Mi mujer quiere conocerlo y escucharlo.
—De acuerdo hijo. ¿Vives cerca del puente, ¿verdad?
—La casa que está a la izquierda, antes de llegar al puente. El Álamo del patio está justo pegado al fregadero.
—Allí estaré. Y no te preocupes. Nadie me seguirá.

***

Eran las ocho de la noche y la oscuridad era cerrada. Además, debajo de su sotana negra, era muy difícil no estar seguro. Antes de salir miró hacia todos lados en la oscuridad. Por lo menos él no captó nada. Pero por si acaso, salió con el mayor sigilo y cerró la puerta a sus espaldas. Les había colocado aceite a las bisagras y ya no chirriaban. Y para más despiste dejó el candil encendido en el centro de la estancia donde no tuviera peligro de incendio.
Salió, pues, y cerró la puerta.
Como un furtivo criminal se fue ocultando bajo cualquier sombra y llegó hasta la construcción. Desde allí vio hacia todos lados tratando de descubrir a un posible seguidor. Le pareció después de varios minutos que iba solo. Y continúo.
Llegó a la casa de Jerusalén un poco pasadas las ocho y miró las señas particulares del domicilio para no equivocarse. Allí, junto al fregadero que era una simple prolongación de la ventana hacia el exterior, estaba el álamo. Entró por entre los palos horizontales tratando de hacer el menor ruido, quitó dos y luego se metió volviéndolos a colocar con mucho tacto. Se asombró de su propio sigilo.
Miró de nuevo hacia todos lados. Nada. Pero no podía olvidar que la noche tenía ojos por todos lados. Avanzó despacio hasta la vivienda. Desde el interior llegaba un suave resplandor seguramente la lumbre del fogón. Se detuvo un buen rato allí, bajo el alero a mirar de nuevo hacia todos lados. Todo parecía normal. Le rogó a Dios que no le hubieran seguido y con suavidad tocó la puerta.
Algo que le había extrañado mucho del lugar era la ausencia de perros. Lo que más abundaba eran los gatos. Quitando aquel perro negro que se le cruzara en el camino al entrar al pueblo, de eso más de dos semanas atrás no había mirado muchos. Quizás ellos también se aburrían de aquel clima tan violento. Y ellos no tenían por qué soportar aquello y tenían vía libre.
La hoja de madera se abrió despacio y el rostro de Jerusalén le dio la bienvenida.
—Pase, padre –le dijo en un susurro.
Pasó. En el interior notó que las paredes eran de rajas de roble cortado con hacha y se filtraba un poco la luz. Pero la familia desde adentró había ido colocando ramas para evitar que saliera la luz y ahora se veían todo de un verde desvaído. Y no es que se mirara mucho con la amarilla y pálida luz del fogón. Junto a éste último estaba de pie una mujer alta y de cabellera negra atada en una especie de cola de caballo. Tendría la misma edad de Jerusalén y su mirada también era triste, apocada. Junto a la mujer, sentados en los poyetes del fogón y peleando el espacio con un gato atigrado estaban dos muchachos: un varón y una hembra.
—Buenas noches –saludó en el mismo tono de voz de su anfitrión.
Los niños apenas le vieron, tan acostumbrados estaban a rechazar, quizás, a todo el mundo que fue un acto reflejo. Pero quien sí se acercó a él y le extendió una mano flaca y casi huesuda fue la mujer.
—Bienvenido, padre –le dijo.
—Gracias, hija.
—Venga, padre, por aquí.
Jerusalén, con un suave empujoncito de la espalda lo fue guiando a una especie de sala que estaba justo en el medio de la casa y a cuyo espacio sólo se llegaba por la puerta de la cocina. Allí, sobre una mesa, estaba un candil y parecía querer iluminarlo todo. Olía a tierra seca y pino recién cortado. Miró el suelo y en efecto, habían regado hojas de pino verde.
Había tres sillas y se sentaron uno en cada una.
Los niños se mantuvieron junto al fogón sin aparentemente, interesarse por lo que pasaba en la sala.
—¿Quiere algo de café, padre? –preguntó la mujer.
—Si no es mucha molestia.
La mujer salió y regresó muy rápido con tres tasas de barro pulido y las puso sobre la mesa, después, también de un recipiente de barro quemado, escurrió café caliente sobre las tasas. El líquido estaba delicioso y se los hizo notar.
—Gracias, padre –dijo la mujer bajando un poco la cabeza. Quizás ese tipo de cumplidos no eran muy seguidos en el hogar ni a su persona.
—Le conté a Susana…
Y de pronto se dieron cuenta que no se habían presentado.
—Mi nombre es José de la Cruz –dijo el padre.
—El mío Susana Mathilde Ramos –se presentó la mujer extendiendo su mano huesuda por sobre los cafés de todos.
—Mi esposa –dijo con orgullo Jerusalén al tiempo que la miraba con ternura.
Después de las presentaciones hablaron de lo que los llevaba allí.
—Mi esposo me ha contado que le ha dicho que sabe de todo lo que sucede aquí, padre –dijo la mujer.
—Sí, tristemente lo sé. Y he decidido hacer algo al respecto.
Los esposos se miraron interesado por la aseveración.
—¿Qué podría hacer, padre? –preguntó ella.
—He estado pensando en un plan y de hecho ya está en funcionamiento…
Los rostros parecieron animarse un poco más.
—Pero, necesito algo de ayuda.
—Padre… nosotros ya perdimos a un hijo –comenzó la mujer—, pero si podemos servir de algo.
—Perdonen que se los pregunte, pero ¿Cómo perdieron a su hijo?
Guardaron silencio un momento, mirando hacia la mesa. Pero de repente, la mujer que parecía ya más resignada al hecho dijo:
—Fue hace dos años. Isaías, así se llamaba mi hijo… apenas tenía ocho años. Andaba buscando cangrejos en la quebrada que pasa por allí abajo y le dispararon desde los árboles. Sin ningún motivo. No sé… quizás le gustó a alguno de esos militares para practicar la puntería— pareció meditar su propia respuesta y luego tomó aire para continuar—. Nos lo trajeron aquí y nos dijeron que había intentado robar plata de la mina. Que tenía los bolsillos llenos. Y para demostrar eso le sacaron de la bolsita de la camisa unos pedazos de plata… sentí que se me partía el corazón al verlo, pero qué podía hacer. Nos dijeron que eso les pasaba a los ladrones y ya. Nos lo dejaron un día y después se llevaron el cuerpo para quien sabe dónde. Sólo nos dieron un día para rezarlo y ya.
—Lo siento –dijo el padre con verdaderas ganas de echarse a llorar también.
La mujer no lloró. Quizás ya lo había hecho demasiadas veces.
Guardaron silencio durante un par de minutos y bebieron café mirando como el humo aromático se expandía hacia arriba. Después fue el padre quien preguntó:
—¿Qué está haciendo, padre, para cambiar la situación?
José de la Cruz miró a los dos seres humanos que tenía ante él y se dijo que para aquello no lo habían preparado en el seminario. Trató de explicar lo mejor que pudo sus ideas.
—Me he dado cuenta que hay un cerco continuo de militares alrededor. Vigilan todos y cada uno de los movimientos de los pobladores, y que hay una especie de frontera externa que no permite la salida de nadie del pueblo.
Asintieron.
—Y también sé que la mina es una fuente de riqueza continua, pero no para el pueblo sino para un solo hombre: Carlos José Zelaya. Él domina el pueblo y lo mantiene aislado del mundo para substraer toda la riqueza personal que puede y reporta al estado pérdidas en vez de ganancias. ¿Me equivoco?
—No, padre. Así es. Y nos tienen prisioneros, esclavos para su beneficio. Se nos paga una miseria y la mayoría de trabajadores lo vuelve a depositar en las manos del verdugo mediante el alcohol y la venta de productos carísimos en casa de la familia Zelaya. La mayoría de los hombres y mujeres que trabajamos en la mina no vemos una luz al final de todo esto.
El padre bajó la cabeza, juntó las manos y sintió unas ganas inmensas de orar. Pero no lo iba a hacer allí, sino en lo secreto, cuando estuviera en su habitación y muy bien cerradas las puertas y ventanas.
—Tenemos que salir de esta –dijo al fin—. Como ya les dije he echado a andar un plan.
—¿De qué se trata, padre? –dijo Jerusalén colocando los codos sobre la mesa y echándose hacia adelante.
—La única salida es enviar a alguien a Tegucigalpa y comunicar lo que sucede aquí a las autoridades.
El rostro de Jerusalén se enturbió un poco más y volvió a apoyar la espalda contra el respaldo de la silla, como vencido. Después juntando los dedos sobre la mesa dijo con voz monótona, cansada:
—Las autoridades ya lo saben. No harán nada. Esos militares que están ahora custodiando el pueblo han sido cambiados varias veces. Eso quiere decir que muchos, en la ciudad, ya saben lo que sucede aquí. Es el gobierno quien proporciona los militares… es posible que no sepa lo que sucede en cuento al robo sistemático de su encargado de la mina, pero… no harán nada. Estoy seguro.
—Déjame terminar, hijo –dijo José de la Cruz—. No estaba pensando en las autoridades del gobierno, sino en las de la iglesia.
Los rostros parecieron animarse un poco.
—Mi idea es escribir una larga carta explicándole al arzobispo de Tegucigalpa todo lo que sucede aquí y luego de alguna manera hacérsela llegar.
—Es imposible salir de aquí –afirmó Susana con angustia en los ojos—. No habrá dado ni cinco pasos cuando los militares desde los matorrales se lo habrán bajado de un disparo.
—He pensado eso y es lo más complicado del asunto. Tenemos que hacer que los militares, que son alrededor de treinta, se reúnan en un solo sitio. Es decir, hacer que abran una brecha por donde alguien en secreto se marche. Y tengo un plan. Escuchen…

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