Dicen que Roma no se construyó en un día, ni en un
año y mucho menos en muchos siglos. Algunos sostienen que Roma sigue
construyéndose como muchas ciudades desaparecidas en el transcurso de los
siglos. El proyecto del padre José de la Cruz comenzó a tomar verdadera forma
cuando aquel grupo de hombres se abrió por completo hacia él. Pero fue
Jerusalén el primero en hacerlo.
El hombre, al sentirse apreciado en su trabajo,
comenzó a mostrar síntomas de sentirse muy a gusto con el padre. Era la primera
vez, quizás en muchos años, que se le llamaba por su nombre y en verdad su
capacidad de constructor era tomada en cuenta. La iglesia comenzó a tomar forma
en menos de una semana y para entonces, toda la cuadrilla llegaba antes de la
hora y se iba un poco después.
El padre José de la Cruz era simpático a aquellos
hombres y ahora, todos, se dignaban a contarse algún chiste en presencia de él
y hasta le hacían chanzas. Porque el padre se quitó la sotana y se puso al lado
de ellos a trabajar hombro con hombro. Eso les gustó, aunque se reían mucho
cuando se caía o no podía hacer algo en particular.
—Ya van a ver –los amenazaba el padre sonriendo y
levantando el puño—, cuando este brazo agarre fuerza me los voy a sonar a
todos.
—Con un dedo, padre –le decían entre sonrisas.
José de la Cruz, entonces, poco a poco comenzó a
construir su Roma entre aquellos trabajadores. El único problema, para su plan
era que cuando trataba de hablar de la mina los hombres se ponían taciturnos.
Miraban hacia los lados con recelo y en especial al militar que los veía de
lejos. Por cierto, éste nunca era el mismo, pero el padre trataba de ganárselos
a todos con zalamerías bien calculadas.
Pero los militares, a diferencia de los campesinos,
eran de expresión fría y dura. Unas verdaderas máquinas preparadas para la
insensibilidad. Y si tenían varios muertos en su haber seguramente tenían dura
también el alma. Con ninguno pudo congeniar.
Pero, como ya dijimos, con Fernando Jerusalén si
pudo hacerlo. Todo comenzó una tarde cuando, al estarle trayendo piedras para
el relleno, le preguntó:
—Tú eres un hombre preparado, Jerusalén –le dijo—.
¿Cómo terminaste aquí?
—Yo aquí nací, padre. Nací cuando el padre de… del
jefe actual estaba vivo. En aquella época, estaba funcionando la escuela y nos
daban clases hasta de inglés.
—¿De veras?
—Así es. La mayoría de nosotros asistíamos a la
escuela hasta los doce años y después podíamos elegir entre ser mineros o marcharnos
a estudiar a Tegucigalpa. A veces nos conseguían ayuda y muchos se fueron, pero
la mayoría, quizás en agradecimiento y porque nos pagaban muy bien, nos
quedamos a trabajar en la mina.
El militar se acercaba de vez en cuando para tratar
de escuchar lo que se decía, pero en ese momento, José de la Cruza se ponía a
hablar de José el carpintero, el padre de Jesús. Entonces el militar se iba y
creía que de eso se trataba todo.
En algún momento, cuando el militar estuvo lejos de
ellos, José de la Cruz le murmuró en tono quedo:
—Sé lo que sucede ahora, hijo.
Jerusalén, se detuvo un segundo a mirarlo y a
considerar la cuestión.
—No le creo, padre –le dijo bajando la visa hacia
el lugar donde colocaba la mezcla.
En ese momento el padre José de la Cruz fue por otra
roca y miró que el militar dormía la mona debajo de un pequeño árbol de guayaba
a unos diez metros de distancia.
Regresó junto a Jerusalén con una roca y se la
entregó al tiempo que le decía:
—Se de las muertes de niños y adultos y sobre el
clima de terror que han creado para hacerlos trabajar como animales.
El hombre tomó la roca, la colocó sobre la mezcla
fresca y luego dijo:
—Esto es una prisión, padre –a la voz pareció
doblársele—. Todos han perdido a alguien.
—¿Tú también?
Jerusalén esperó unos segundos con la piedra
suspendida en el aire, la puso y contestó:
—No me gusta hablar de eso… es como si… como si
Dios se hubiera olvidado de nosotros.
—Lo siento, hijo. Pero, Dios… nunca olvida a sus
hijos.
—Sólo un padre sabe lo que es perder a un hijo cuando
éste apenas tiene ocho años…
La voz se le quebró y José de la Cruz se arrepintió
el haber tocado aquel tema. Pero más adelante supo que había sido acertado.
Doloroso, pero acertado.
Dos días después, un viernes, cuando los muros de
la iglesia iban subiendo a gran velocidad (ya llevaban más de un metro de
alto), Jerusalén le murmuró al padre antes de despedirse en la tarde:
—Venga a la casa cuando oscurezca y esté seguro que
nadie lo sigue. Mi mujer quiere conocerlo y escucharlo.
—De acuerdo hijo. ¿Vives cerca del puente, ¿verdad?
—La casa que está a la izquierda, antes de llegar
al puente. El Álamo del patio está justo pegado al fregadero.
—Allí estaré. Y no te preocupes. Nadie me seguirá.
***
Eran las ocho de la noche y la oscuridad era
cerrada. Además, debajo de su sotana negra, era muy difícil no estar seguro.
Antes de salir miró hacia todos lados en la oscuridad. Por lo menos él no captó
nada. Pero por si acaso, salió con el mayor sigilo y cerró la puerta a sus
espaldas. Les había colocado aceite a las bisagras y ya no chirriaban. Y para
más despiste dejó el candil encendido en el centro de la estancia donde no
tuviera peligro de incendio.
Salió, pues, y cerró la puerta.
Como un furtivo criminal se fue ocultando bajo
cualquier sombra y llegó hasta la construcción. Desde allí vio hacia todos
lados tratando de descubrir a un posible seguidor. Le pareció después de varios
minutos que iba solo. Y continúo.
Llegó a la casa de Jerusalén un poco pasadas las
ocho y miró las señas particulares del domicilio para no equivocarse. Allí,
junto al fregadero que era una simple prolongación de la ventana hacia el
exterior, estaba el álamo. Entró por entre los palos horizontales tratando de
hacer el menor ruido, quitó dos y luego se metió volviéndolos a colocar con mucho
tacto. Se asombró de su propio sigilo.
Miró de nuevo hacia todos lados. Nada. Pero no
podía olvidar que la noche tenía ojos por todos lados. Avanzó despacio hasta la
vivienda. Desde el interior llegaba un suave resplandor seguramente la lumbre
del fogón. Se detuvo un buen rato allí, bajo el alero a mirar de nuevo hacia
todos lados. Todo parecía normal. Le rogó a Dios que no le hubieran seguido y
con suavidad tocó la puerta.
Algo que le había extrañado mucho del lugar era la
ausencia de perros. Lo que más abundaba eran los gatos. Quitando aquel perro
negro que se le cruzara en el camino al entrar al pueblo, de eso más de dos
semanas atrás no había mirado muchos. Quizás ellos también se aburrían de aquel
clima tan violento. Y ellos no tenían por qué soportar aquello y tenían vía
libre.
La hoja de madera se abrió despacio y el rostro de
Jerusalén le dio la bienvenida.
—Pase, padre –le dijo en un susurro.
Pasó. En el interior notó que las paredes eran de
rajas de roble cortado con hacha y se filtraba un poco la luz. Pero la familia
desde adentró había ido colocando ramas para evitar que saliera la luz y ahora
se veían todo de un verde desvaído. Y no es que se mirara mucho con la amarilla
y pálida luz del fogón. Junto a éste último estaba de pie una mujer alta y de
cabellera negra atada en una especie de cola de caballo. Tendría la misma edad
de Jerusalén y su mirada también era triste, apocada. Junto a la mujer,
sentados en los poyetes del fogón y peleando el espacio con un gato atigrado
estaban dos muchachos: un varón y una hembra.
—Buenas noches –saludó en el mismo tono de voz de
su anfitrión.
Los niños apenas le vieron, tan acostumbrados
estaban a rechazar, quizás, a todo el mundo que fue un acto reflejo. Pero quien
sí se acercó a él y le extendió una mano flaca y casi huesuda fue la mujer.
—Bienvenido, padre –le dijo.
—Gracias, hija.
—Venga, padre, por aquí.
Jerusalén, con un suave empujoncito de la espalda
lo fue guiando a una especie de sala que estaba justo en el medio de la casa y
a cuyo espacio sólo se llegaba por la puerta de la cocina. Allí, sobre una
mesa, estaba un candil y parecía querer iluminarlo todo. Olía a tierra seca y
pino recién cortado. Miró el suelo y en efecto, habían regado hojas de pino
verde.
Había tres sillas y se sentaron uno en cada una.
Los niños se mantuvieron junto al fogón sin
aparentemente, interesarse por lo que pasaba en la sala.
—¿Quiere algo de café, padre? –preguntó la mujer.
—Si no es mucha molestia.
La mujer salió y regresó muy rápido con tres tasas
de barro pulido y las puso sobre la mesa, después, también de un recipiente de
barro quemado, escurrió café caliente sobre las tasas. El líquido estaba
delicioso y se los hizo notar.
—Gracias, padre –dijo la mujer bajando un poco la
cabeza. Quizás ese tipo de cumplidos no eran muy seguidos en el hogar ni a su
persona.
—Le conté a Susana…
Y de pronto se dieron cuenta que no se habían
presentado.
—Mi nombre es José de la Cruz –dijo el padre.
—El mío Susana Mathilde Ramos –se presentó la mujer
extendiendo su mano huesuda por sobre los cafés de todos.
—Mi esposa –dijo con orgullo Jerusalén al tiempo
que la miraba con ternura.
Después de las presentaciones hablaron de lo que
los llevaba allí.
—Mi esposo me ha contado que le ha dicho que sabe
de todo lo que sucede aquí, padre –dijo la mujer.
—Sí, tristemente lo sé. Y he decidido hacer algo al
respecto.
Los esposos se miraron interesado por la
aseveración.
—¿Qué podría hacer, padre? –preguntó ella.
—He estado pensando en un plan y de hecho ya está
en funcionamiento…
Los rostros parecieron animarse un poco más.
—Pero, necesito algo de ayuda.
—Padre… nosotros ya perdimos a un hijo –comenzó la
mujer—, pero si podemos servir de algo.
—Perdonen que se los pregunte, pero ¿Cómo perdieron
a su hijo?
Guardaron silencio un momento, mirando hacia la
mesa. Pero de repente, la mujer que parecía ya más resignada al hecho dijo:
—Fue hace dos años. Isaías, así se llamaba mi hijo…
apenas tenía ocho años. Andaba buscando cangrejos en la quebrada que pasa por
allí abajo y le dispararon desde los árboles. Sin ningún motivo. No sé… quizás
le gustó a alguno de esos militares para practicar la puntería— pareció meditar
su propia respuesta y luego tomó aire para continuar—. Nos lo trajeron aquí y
nos dijeron que había intentado robar plata de la mina. Que tenía los bolsillos
llenos. Y para demostrar eso le sacaron de la bolsita de la camisa unos pedazos
de plata… sentí que se me partía el corazón al verlo, pero qué podía hacer. Nos
dijeron que eso les pasaba a los ladrones y ya. Nos lo dejaron un día y después
se llevaron el cuerpo para quien sabe dónde. Sólo nos dieron un día para
rezarlo y ya.
—Lo siento –dijo el padre con verdaderas ganas de
echarse a llorar también.
La mujer no lloró. Quizás ya lo había hecho
demasiadas veces.
Guardaron silencio durante un par de minutos y
bebieron café mirando como el humo aromático se expandía hacia arriba. Después
fue el padre quien preguntó:
—¿Qué está haciendo, padre, para cambiar la
situación?
José de la Cruz miró a los dos seres humanos que
tenía ante él y se dijo que para aquello no lo habían preparado en el
seminario. Trató de explicar lo mejor que pudo sus ideas.
—Me he dado cuenta que hay un cerco continuo de
militares alrededor. Vigilan todos y cada uno de los movimientos de los
pobladores, y que hay una especie de frontera externa que no permite la salida
de nadie del pueblo.
Asintieron.
—Y también sé que la mina es una fuente de riqueza
continua, pero no para el pueblo sino para un solo hombre: Carlos José Zelaya.
Él domina el pueblo y lo mantiene aislado del mundo para substraer toda la
riqueza personal que puede y reporta al estado pérdidas en vez de ganancias.
¿Me equivoco?
—No, padre. Así es. Y nos tienen prisioneros,
esclavos para su beneficio. Se nos paga una miseria y la mayoría de
trabajadores lo vuelve a depositar en las manos del verdugo mediante el alcohol
y la venta de productos carísimos en casa de la familia Zelaya. La mayoría de
los hombres y mujeres que trabajamos en la mina no vemos una luz al final de
todo esto.
El padre bajó la cabeza, juntó las manos y sintió
unas ganas inmensas de orar. Pero no lo iba a hacer allí, sino en lo secreto,
cuando estuviera en su habitación y muy bien cerradas las puertas y ventanas.
—Tenemos que salir de esta –dijo al fin—. Como ya
les dije he echado a andar un plan.
—¿De qué se trata, padre? –dijo Jerusalén colocando
los codos sobre la mesa y echándose hacia adelante.
—La única salida es enviar a alguien a Tegucigalpa
y comunicar lo que sucede aquí a las autoridades.
El rostro de Jerusalén se enturbió un poco más y volvió
a apoyar la espalda contra el respaldo de la silla, como vencido. Después
juntando los dedos sobre la mesa dijo con voz monótona, cansada:
—Las autoridades ya lo saben. No harán nada. Esos
militares que están ahora custodiando el pueblo han sido cambiados varias
veces. Eso quiere decir que muchos, en la ciudad, ya saben lo que sucede aquí.
Es el gobierno quien proporciona los militares… es posible que no sepa lo que
sucede en cuento al robo sistemático de su encargado de la mina, pero… no harán
nada. Estoy seguro.
—Déjame terminar, hijo –dijo José de la Cruz—. No
estaba pensando en las autoridades del gobierno, sino en las de la iglesia.
Los rostros parecieron animarse un poco.
—Mi idea es escribir una larga carta explicándole
al arzobispo de Tegucigalpa todo lo que sucede aquí y luego de alguna manera
hacérsela llegar.
—Es imposible salir de aquí –afirmó Susana con
angustia en los ojos—. No habrá dado ni cinco pasos cuando los militares desde
los matorrales se lo habrán bajado de un disparo.
—He pensado eso y es lo más complicado del asunto.
Tenemos que hacer que los militares, que son alrededor de treinta, se reúnan en
un solo sitio. Es decir, hacer que abran una brecha por donde alguien en
secreto se marche. Y tengo un plan. Escuchen…
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