Desde muy pequeño a José de la Cruz Miranda le
había gustado ser curioso. Su madre, en una ocasión le había advertido al
respecto: quien se mete en lo que no le importa, por lo general siempre sale
quemado. Sabio consejo para una madre que el día de la despedida le había
recomendado escribir apenas llegara y le mantuviera informada acerca de los
progresos de su misión. Hasta el momento no había tenido tiempo más que para
andar de un lado al otro y la única carta enviada había sido la que escribiera
en Tegucigalpa y la cual, dudaba, hubiera llegado al mar siquiera.
Siguió a aquella cosa la que resultó ser dos
hombres debajo de una especie de manta gris con una cabeza de toro, o algo
parecido. Lo supo al ver las piernas de ambos individuos. Piernas enfundadas en
botas militares.
Los dejó alejarse unos cuantos metros más y luego
se fue hacia las gradas de la escuela a mirarlos actuar. Desde allí los vio ir
y venir por las distintas avenidas donde estaban las casas de los habitantes
del pueblo. Y cuando estaba a punto de llegar la madrugada y las sombras
comenzaban a alejarse los vio irse por detrás de la casa de los Zelaya Gómez.
Los siguió durante unos cinco minutos y los vio entrar, oculto detrás de unos
árboles, a aquella caseta que se encontraba muy pegada a la quebrada.
Los vio entrar en aquella edificación y minutos
después, justo cuando un gallo cantaba a lo lejos, salir. Ambos hombres
cerraron con llave el lugar y luego caminaron hacia arriba, hacia el lugar
donde se bebía alcohol. Allí entraron y no volvieron a salir. El padre José de
la Cruz regresó caminando un poco rápido a su lugar de reposo para no ser visto
por los primeros madrugadores.
Llegó hasta su improvisada vivienda, abrió y entró
un poco emocionado por el descubrimiento. Aquello era increíble. Tenía que
averiguar cómo le llamaban a aquello las personas y qué causaba, también. ¿Pero
cómo hacerlo si la gente no quería hablar con él? Tendría que hacer algo aquel
nuevo día. Era viernes y por lo general, esos días, eran los que la gente
necesitaba para prepararse al reposo.
De repente se le ocurrió una idea que le pareció
magnífica: iría a la cuesta de la mina e invitaría a todos los que pasaran por
allí a una reunión aquella misma tarde en la plaza. Y cuando estuvieran allí les hablaría de la
nueva iglesia, de los sacramentos y del verdadero amor de Dios. Eso haría.
Volvió a salir de inmediato dispuesto a realizar su
maravillosa idea. Se encontró a varias personas por el camino y les deseó los
buenos días. Le pareció ver algún rostro conocido entre los que regresaban.
Rostros de aquellos vistos en el estanco donde abundaba el licor. Nadie le
devolvió los saludos, pero no se desanimó, lo siguió haciendo.
Llegó al inicio de la cuesta y se paró casi
enfrente de la casa de los Zelaya. Allí, a vos en cuello, cuando vio venir a
las personas comenzó a decir:
—¡Hermanos, buenos días! Que el Señor Todopoderoso
los bendiga y les brinde un día muy provechoso. El objetivo de mi visita al
Álamo es para invitarlos a reunirse en el gran proyecto de construcción de la
primera y gran ermita. Los espero, hoy por la tarde enfrente de la plaza para
ponernos de acuerdo.
Y este mismo mensaje lo estuvo repitiendo durante
más de media hora hasta que la garganta comenzó a dolerle.
De la casa de los Zelaya se abrió una puerta y
apareció doña Mariana Gómez para invitarlo a desayunar.
—Buenos días, padre –dijo—venga que estamos a punto
de desayunar. Así nos bendice los alimentos.
El estómago le pudo esta vez y entró a la casa de
nuevo. Eran casi las siete de la mañana y ya estaba reunida toda la familia en
el gran comedor. La comida comenzó a desfilar por la mesa y comió casi de todo
lo puesto allí. De vez en cuando les echaba una mirada a todos los integrantes
de la mesa y percibía la mirada ácida de Carlos José Zelaya y la nerviosa de
María Sagastume. Los pequeños y su abuela eran los que más concentrados estaban
en lo que estaban haciendo que era comer.
Cuando el último trago de café estuvo tomado doña
Mariana le preguntó:
—¿Qué tal durmió, padre?
—Bien, aunque me despertó un ruido en la madrugada.
Una especie de quejido de mujer y animal. Algo muy raro. ¿Qué será?
Todos, sobre todo los niños, se miraron con temor.
La señora pareció arrepentida de haber hecho aquella pregunta. Sólo Carlos
Zelaya pareció divertido por el asunto.
—Dicen que por las noches salen los fantasmas por
el pueblo –dijo con satisfacción—. Sobre todo, los de luna nueva.
—¡Carlos José Zelaya! –Le llamó la madre con
indignación—. Asustas a los niños.
—El preguntó, madre –se defendió el hombre mirando
primero a su madre y luego, con enorme satisfacción juntó las manos sobre la
mesa continuó—: La gente tiene miedo de un supuesto espanto que sale por las
noches de luna nueva. Pero yo creo que no es más que una leyenda. Ese sonido
todo mundo se lo imagina...
—Yo lo he escuchado –dijo el pequeño levantando la
mano y con los ojos azorados.
—Todo el mundo lo ha escuchado –dijo la madre de los
niños sin levantar la vista—, pero nadie se atreve a enfrentarlo.
Su esposo la miró con ojos asesino, pero ella ni
cuenta se dio porque mantenía la vista sobre la superficie de la mesa.
—El pueblo tiene miedo –dijo José de la Cruz
adoptando su aire de sabiduría—, de las cosas que no entiende. Dicho espanto
podría ser cualquier cosa: un animal, el viento, o hasta incluso un par de
hombres disfrazados con una corneta.
Carlos José se envaró en su silla y miró con mayor
detenimiento al cura.
María Sagastume sonrió, miró al cura y luego el
rostro congestionado de su esposo. Por lo visto aquello le causaba una gran
satisfacción.
—Qué pase buen día, padre –dijo Carlos José
levantándose a toda prisa.
El hombre abandonó el comedor y segundos después
todos escucharon como se abría la puerta del fondo y luego se cerraba.
—Escuché que ha estado invitando a todos a una
reunión en la plaza –dijo doña Mariana—. Me parece una buena idea. Aunque dudo
mucho que asista alguien. Si hubiera ofrecido guaro seguramente se le hubiera
llenado, pero aquí parece que a nadie le interesa la religión.
—¿Guaro?
—Al aguardiente fabricado artesanalmente aquí le
llaman guaro, palabra que sospechosamente me suena a wáter, agua en inglés,
pero que nuestra idiosincrasia ha traducido a eso, licor fabricado en las
quebradas.
—Ah, ya.
—¿Podemos ir todos? –preguntó de pronto la esposa
de Carlos José.
El padre la miró un momento y asintió añadiendo:
—Todo el pueblo está invitado.
Doña Mariana miró a su nuera con algo de reproche
en la mirada, como midiendo sus palabras. Pero no dijo nada.
***
Al seminarista siempre se le está bombardeando con
la idea de que unas manos ocupadas son unas manos alegres. Esto sólo quiere
decir que no hay que estar ocioso. Mejor que Cristo lo encuentre a uno con las manos
ocupadas en su obra que ocioso.
Al volver de su misión en la cuesta y de desayunar
opíparamente, José de la Cruz aseó su habitación metódicamente y luego se fue a
medir, ayudado por un cordel, un papel y un lápiz el espacio destinado a la
construcción de la ermita. Estuvo en esa labor durante dos horas. Y a medida
que el sol fue subiendo en su cenit, algunos niños y niñas se le fueron
acercando. Parecía que la curiosidad había podido más que el recelo. Él los
dejó mirarlo sin hablarles, como si estuviera concentrado en su labor.
Cuando ya había diez chiquillos agachados o de pie
mirándolo desde unos cuantos metros de distancia se detuvo y los saludó con la
mano y les dijo:
—Hola, niños. ¿Quieren ayudarme con esto?
Nadie dijo nada, tampoco se movieron de su lugar.
Era como si no entendieran el lenguaje español. Entonces hizo lo que su
superior en Lima les decía: se puso a silbar. De inmediato los niños, se
pusieron a silbar también, como si se tratara de una competencia de silbidos. Y
la mañana se llenó de silbidos.
De pronto uno de los niños se le acercó y le dijo:
—¿Quiahay?
—Aquí, midiendo para la casa del señor.
—¿Tiene casa el señor?
—Pues en eso estamos.
—¿Cuál señor?
—Dios.
—¿Quién es Dios?
Los demás chiquillos quizás animados por el primer
valiente se acercaron también y de pronto José de la Cruz tomó un respiro, se
sentó y comenzó a contarles la historia de Jesucristo desde su nacimiento. Era
increíble, por lo visto, aquellas criaturas nunca, nunca habían escuchado,
siquiera mencionar su nombre.
En menos de una hora, tenía a aquel grupo de niños,
podríamos decir, en la palma de su mano. Les contó como Jesús había sido
desobediente y como sus padres lo buscaron por toda la ciudad y lo encontraron
platicando muy tranquilo con los inteligentes en el templo de Jerusalén. Ellos
no entendían de nombres, pero les parecía la mar de interesante aquello de que
los padres lo regañaron.
—¿Y le pegaron? –preguntó alguien.
—No, a Jesús no lo castigaron como nos castigaban a
nosotros… o nos castigan. A ver ¿Cómo te llamas tú?
—Rogelio.
—¿A ti te castigan Rogelio?
—Sí.
—¿Y cómo te castigan?
—Pues a mí dan con una vara.
Y de repente todos querían participar comentando la
forma de castigo de cada cual. Lo normal, pero los niños parecían jactarse de
quien había recibido la mayor de las golpizas. Al final el triunfo, si es que
aquello era un concurso, se lo llevó un niño como de nueve años (porque hay que
especificar que dentro del grupo sólo había niños comprendidos dentro de los
seis a los nueve años. Los demás, posiblemente, estaban trabajando en la mina.
De los castigos derivaron al trabajo en la mina, y
en efecto, el padre José de la Cruz pudo comprobar que a partir de los diez
años todos los niños tenían que entrar a trabajar en la mina. También constató
que no había escuela y que todos aquellos niños no sabían ni leer ni escribir.
—¿Y qué hacen durante el día, ustedes? –les
preguntó abiertamente.
—Jugar –dijo uno.
—Ir a la quebrada –dijo otro.
—Nada.
—Ayudar en la casa.
Y respuestas de aquel tipo que le indicaron que no
se estaba haciendo nada constructivo por aquellos niños. Si en algún tiempo
hubo una escuela ahora ésta brillaba por su ausencia.
Se aprendió los nombres de todos aquellos niños y
como se acercaba la hora del almuerzo y sabía que se irían en cualquier momento
les preguntó:
—¿A ustedes les gustaría seguir escuchando cuentos
sobre Jesús?
—Sí –gritaron en coro.
—Entonces pueden venir a ayudarme por las mañanas y
yo les contaré historias. ¿Creen que puedan conseguir una piocha, o un azadón?
Tenemos que comenzar a construir el templo del señor.
—¿Cómo el del cuento? –preguntó uno de los niños de
seis años.
—Cómo el del cuento –afirmó él.
Aquello pareció entusiasmarlos a todos.
—Además –añadió el padre— si tienen algún
hermanito, hermanita o amigo pequeño tráiganlo para que escuche los cuentos
también.
Todos estuvieron de acuerdo.
Llegó la esperada hora del almuerzo y José de la
Cruz le rogó a Dios que no tuviera que irse a meter de nuevo a la casa de los
Zelaya. Si algo tenía él, además de lo netamente humano, era una gran paciencia
para esperar las cosas buenas enviadas por Dios. Siguió trabajando mientras los
niños volvían a sus casas y cuando ya iba a dar la una de la tarde y comenzaba
a haber hambre vio que el niño llamado Rogelio le traía, en sus manitas un par
de tortillas con frijoles y sal.
Se sentó, después de dar las gracias, y aquello le
supo a gloria. Los frijoles, aunque en Perú los comían de otra forma, con
azúcar, no estaban tan mal también con sal.
—Gracias, Rogelio –le dijo de todo corazón.
Y poco a poco, como había sucedido durante la
mañana, los niños comenzaron a juntarse nuevamente y esta vez traían frutas y
unas cuantas herramientas. Además, el número se duplicó.
Allí sentado y comiéndose un pedazo de caña en
trozos les contó cuando Jesús (y esto no estaba en la biblia, sino que eran
leyendas que siempre se colaban a través de los siglos) hizo aves de barro. Los
niños encantados, porque a todos les gustaba jugar con lodo, se imaginaban
haciendo lo mismo.
—¿Y qué les ponía para que vivieran? –preguntó
inteligentemente una niña de cabellos negros y mejillas sucias.
—Les daba el soplo de vida.
—¿Qué es eso?
—El soplo de vida es como el aire que respiramos.
Sin aire no hay vida. ¿Algunas ves han visto un muerto?
Todos se quedaron mirando y luego la misma niña
dijo:
—Tenía un hermano…
—Es cierto –añadió alguien más—, Juan se llamaba.
—Y se murió en la mina.
Un momento de silencio.
—¿Qué le pasó?
—No sé. Dice mi papi que le cayó un montón de
tierra encima. Lo trajeron y se lo llevaron a enterrar lejos.
—¿No hay cementerio aquí?
El padre José pareció recordar algo al respecto.
¿Quién le había dicho eso acerca del Álamo?
—No… a todos los entierran en otro lugar.
Eso le parecía un poco sospechoso y al mismo tiempo
un poco inhumano. Por lo general los cementerios existen como una especie de
recuerdo para quienes quedan vivos. Un lugar, símbolo, de nuestra propia
finitud ante la eternidad. Si iba a construir una ermita, también tendría que
construir un cementerio.
—Pues… —volvió a tomar el hilo de la conversación
acerca del soplo divino—. El soplo divino es aquello que entra en nosotros
cuando nacemos y sale cuando morimos. Por ejemplo, jovencitos y jovencitas
(había seis niñas ya en el grupo), todos nosotros tenemos el soplo divino y por
eso estamos vivos. Cuando muramos, porque todos vamos a hacerlo algún día, ese
soplo divino saldrá de nosotros.
Se volvieron a mirar entre sí y con aire misterioso
volvieron su vista al padre. Quizás nadie les había contado todo aquello antes
y les parecía algo maravilloso.
—Yo no creo en eso –dijo alguien detrás del cura.
De inmediato se volvió y miró a Rogelio. No le
reprendió ni lo mandó al infierno de un solo, sino que le dijo sonriendo:
—Pero Él si cree en ti. En algún momento lo
comprenderás.
—Naa –dijo con aire de superioridad.
Y así, durante toda la tarde, ayudado por la prole
de pequeños que escuchaban con atención sus historias comenzó a limpiar la zona
que supuso era la designada para el templo.
Cuando cayó la tarde y el sol comenzó a ponerse más
benevolente con su piel se detuvo y les dijo a los niños:
—¿Quién quiere aprender a leer?
Nadie dijo nada. Quizás no entendían ni siquiera el
concepto de lo que era la lectura. Pero estaba bien. Seguro. No se podía juzgar
a nadie si jamás había sido enseñado.
—Mañana –continuó el padre—, voy a enseñar a leer y
a escribir detrás de la vieja escuela. Voy a colocar una pizarra allí y los que
quieran aprender están invitados.
Nadie dijo nada. Se volvieron a mirar y luego, como
si esto hubiera conjurado una llamada de parte de sus padres fueron yéndose
hacia sus casas.
—Gracias por las tortillas con frijoles –le dijo a
Rogelio.
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