miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 1



1910




Sí José de la Cruz Miranda hubiera sabido que iba a morir en su primera y última misión como sacerdote recién salido del seminario, no lo hubiera creído, como no creyó que su sueño de volverse un santo fuera tan difícil.

Antes, más que ahora, la vida del misionero religioso era un camino de incertidumbres. Por lo general si llegaba a una población amistosa y con ganas de aprender lo exótico de la religión, se quedaba, convivía y al final era aceptado por los aldeanos, eso en el mejor de los casos. Pero, lo más común era que dicho religioso, o religiosa, porque se atrevía, también el bello sexo, era rechazado por muchas razones por su nueva grey. Así que el religioso, si tenía suerte, se retiraba del lugar, sacudía las sandalias como bien dijo Jesucristo y se marchaba. Eso también en el mejor de los casos.

Todo eso lo sabía José de la Cruz cuando desembarcó, en mil novecientos diez, en el puerto de Amapala, La Isla del Tigre, Honduras. Era un domingo y la gente se arremolinaba al pie de la embarcación esperando alguna venta o conseguir algún beneficio de los recién llegados. Había salido de Perú el día 20 de septiembre, un martes y ahora llegaba un domingo después de dos semanas continuas de viaje. Se sentía agotado físicamente, pero muy fuerte espiritualmente.

Durante toda la travesía se había preparado mentalmente para la prueba y no le parecía tan dura como por ejemplo muchos de sus compañeros que habían sido enviados al corazón del Amazonas. Aunque se decía que no importaba el lugar sino la misión a la cual se les enviaba: evangelizar y convertir a la fe católica poblaciones enteras.

“El Señor –solía decirles el padre superior— debe ser como una bomba que cae sobre una población y la transforma. La salva para su reino”

José de la Cruz estaba convencido de esto y no tenía ningún problema para lanzarse al mundo dejando a su padre, a su madre y a toda su familia atrás para dedicarse por miles de desconocidos a alcanzar el reino de Dios. Noble misión en la vida, porque:

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si al final pierde su alma?”

 Descendió del barco con paso vacilante y dos maletas, una en cada brazo, hacia el puerto. Allí tomó una panga que lo llevó, despacio y por un mar que ahora, al verse sobre cosa tan frágil como una lancha, parecía nada Pacífico. Tardaron treinta minutos en llegar a tierra firme desde la isla que no le llamó para nada la atención.

—A este poblado, padre –le dijo el hombre que iba con los remos—, le llamamos El Coyolito. Aquí a casi todo le ponemos nombre de planta.

—Ah, sí.

—Sí, padre.

Aun no se acostumbraba a que le llamaran padre, pero poco a poco le iba tomando el sabor. El problema era la edad. Él apenas tenía veintiocho años y el hombre que le estaba hablando casi cincuenta. Era algo incongruente con la realidad. ¿No?

Llegaron al Coyolito, entonces, y allí arrimando la panga, sus viajeros, que además del padre eran cinco más, fueron descendiendo uno a uno con cierto grado de temor en los rostros. La comunidad era muy sencilla y apenas estaba habitada. Apenas un par de casas a ambos lados de una carretera hecha a mano y polvorienta por donde, a pesar de que en muchos países ya los trenes eran el transporte más común, en Honduras parecía que seguían usando diligencias.

No era así, la gente viajaba en grupos grandes y lo hacían a lomos de bestias. Eso le explicó un hombre de tez curtida que iba para Nacaome, un pueblito que quedaba a pocas leguas, pero más o menos a un día de viaje.

—Padre, de aquí a Tegucigalpa, así con buen tiempo como estamos es de cinco días mínimo. Y eso sin detenerse a descansar.

Cinco días, al padre José de la Cruz le pareció demasiado tiempo, pero como no tenía más que hacer lo tomó con filosofía. En la diócesis de Tegucigalpa se le esperaba hasta finales del mes y él iba adelantado.

Se juntó, entonces, al grupo de viajantes que al principio era compuesto por más de treinta personas y que al paso de los días fue disminuyendo considerablemente hasta volverse, a un día para llegar a Tegucigalpa a solo seis.

—Esto siempre es así –le dijo una mujer de unos treinta y cinco años que iba para Ojojona, un pueblo que quedaba muy cerca de la capital, pero a un día. Durante todo el camino, el padre José de la Cruz, simpatizó con todo el mundo y se hizo una buena idea del pueblo al cual él venía a evangelizar. Eso creía él.

Seis días después de haber salido del Coyolito arribó a Tegucigalpa. Su primera impresión fue la de que se trataba de un pueblo muy grande con edificios de un solo piso y cubiertos en su mayoría de tejas rojas, negras y oxidadas. Sus callejas eran de piedra lisa de todos los colores y parecía haber sido una especie de accidente urbanístico. El sitio era demasiado quebrado como para creer en una planificación previa. Más adelante se enteraría de que, en efecto, la ciudad no había sido planificada y había ido creciendo al garete de los habitantes. Podría decirse que aquella ciudad nació sin querer nacer. Fue una casualidad y un accidente mal pensado.

—Tegucigalpa es una ciudad –le comentó un viejo padre de la casa cural a donde lo alojaron— hecha al azar, porque al azar nació. Un día de estos vamos a subir al cerro al cual llaman El Picacho y verás desde allí lo enrollada que es su estructura. La iniciaron los pobladores antiguos, no se sabe con certeza cuándo. Pero ya para mil quinientos treinta y seis existía, según los historiadores. Pero no fue hasta más adelante cuando los españoles encontraron oro que el asentamiento comenzó a crecer hasta convertirse en pueblo, luego en ciudad y hace veinte años, en mil ochocientos ochenta y ocho, en capital de Honduras. Los intereses políticos y económicos de la época. Su fundador, murió hace dos años en París. Muchos dicen, sobre todo los adversarios, que se fue a vivir allá con todo el dinero robado durante todo su mandato que duró cinco años aproximadamente porque primero fue vicepresidente y luego presidente. Así que esa es la historia resumida de esta ciudad. No te asustes, no está encantada.

—Es bonita –dijo el nuevo cura con un candor impresionante—, pero las vías de acceso dejan mucho que desear.

—Eso sí. Aún estamos en pañales.

El nuevo sacerdote, a pesar de su crítica a la estructura de la ciudad, había quedado fascinado con la naturaleza que rodeaba. Era un declarado admirador del arte barroco y quedó enamorado de la estructura de la catedral en el centro de la ciudad.

—Es hermosa –le comentó a una monja señalándole la fachada del edificio.

—Sí, tengo entendido que la diseñó un famoso arquitecto guatemalteco, un tal Nacianceno Quiroz y los cuadros del interior los pintó un hondureño.

Cuando entró a la nave central quedó aún más fascinado por el trabajo del atrio. En el fondo, debajo de la única cúpula del edificio, y detrás del altar una especie de obra de arte única se elevaba hacia el cielo teniendo como centro a Jesucristo subido sobre un orbe. En varios pisos, como representando el cielo de Dante, las figuras de aquella magnífica obra subían hasta acabar en un espacio vacío casi pegando contra el techo. Todo estaba pintado de un real color oro y plata. Muchos afirmaban que muchos de los objetos allí colocados, en efecto, estaban hechos de dichos materiales preciosos. Ángeles, querubines, rostros de gárgolas, nubes, la virgen María, todo se enmarañaba de una forma tan perfecta que le parecía estar viviendo en aquellas épocas después del Renacimiento cuando surgió el Barroco como forma de expresión genuina.

—Es magnífico –exclamó después del éxtasis sentido ante tanta maravilla.

Pasó un par de días ayudando al párroco de la iglesia aledaña a la catedral llamada de Los Dolores y la cual regentaban los sacerdotes de su misma orden religiosa, los salesianos. Pero donde más le gustaba estar a él era en la catedral. Allí se sentía tan en paz consigo mismo y el mundo. Y aunque su carácter no era impulsivo, sentía deseos de arrodillarse cada vez que entraba en la nave central de aquella iglesia.

La vida iba muy tranquila, aunque estaba pendiente de las órdenes de sus superiores. Él sabía de un momento a otro lo enviarían al interior del territorio para evangelizar pueblos aún más perdidos que la propia capital de Honduras. Allí había muchas iglesias, tanto en Tegucigalpa como en Comayagüela y sus servicios, seguramente, no eran necesarios.

Sólo estuvo en Tegucigalpa, exactamente cinco días y una tarde, mientras el sol bajaba sobre los cerros una hermana salesiana le comunicó:

—Lo llama el padre superior.

Había llegado el momento de su primera misión, seguramente.



***



—El Álamo –le anunció su superior— es un pueblo pequeño. No tiene ni diez años de fundación, pero su población ha ido creciendo año con año, motivada por las oportunidades de trabajo que la zona ofrece. Es un pueblo minero y el número de sus habitantes, según me han informado, anda por los mil.

Estaban sentados, ambos, a la luz de una vela, en la habitación del fondo de la iglesia que el párroco utilizaba como biblioteca y bodega de cosas religiosas. La noche había caído y apenas se combatían las sombras con la luz de la vela. El superior estaba sacando algunos documentos del fondo de una vieja cartera y los iba poniendo ante José de la Cruz con lentitud, como meditando sus palabras y sus movimientos.

—Estos son los documentos que lo acreditan como nuevo cura del lugar. Tendrá que buscar los medios para que la gente del lugar construya la ermita pues, como sucede siempre en un pueblo nuevo, lo único que hay es el terreno para la construcción, que ya es algo. Tendrá que comenzar de cero, padre. Espero que comprenda la situación. Hay muchas familias en el lugar, pero ha crecido a la mano de Dios. Es necesario que llegué con su nuevo espíritu y encienda los corazones con fervor.

“Palabras” –pensó José de la Cruz siguiendo con la mirada los movimientos del hombre ante él.

—Si necesito ayuda, padre…

—Nosotros siempre estaremos aquí para cualquier solicitud. En lo único que no podemos ayudarle es en lo económico, pero ya sabe que nuestras oraciones por los misioneros siempre están presentes homilía a homilía. Confíe en Dios y en su sapientísima providencia.

“Me parece bien, pero…”

—Recuerde que Dios nos manda solos a las misiones, pero sólo aparentemente. Él siempre está con nosotros. Sino recuerde a Francisco Javier en Japón. Él siempre fue valiente…

“Sí, pero murió”

—Saldrá para el Álamo mañana en la madrugada. Es un día de camino. Algunas personas se desplazan para San Pedro Sula y usted puede salir con el grupo. El desvío hacia el pueblo está a sólo tres kilómetros de aquí por la carretera del norte. Hay una pequeña posta de policía justo al desvío así que no tendrá ni un solo problema.

—Muy bien –dijo al fin convencido de que ese era su destino.

Además, no estaba en el Amazonas donde dicen que aún hay tribus caníbales.

Cuando estaban en el seminario, sobre todo los de último año, siempre mencionaban las tribus caníbales del Amazonas o el África. Si se ponía meditar profundamente la cuestión, él había sido afortunado: había sido asignado a sólo cinco kilómetros de la capital. Muchos de sus compañeros, y no era mala fe, estaban justo ahora metidos entre árboles gigantescos, o rodeados de mosquitos hambrientos. Había tenido mucha, mucha suerte, sin duda.

Pidió permiso para levantarse y tomando los varios papeles que el superior le aseguraban un buen recibimiento en el pueblo, se fue hasta la habitación asignada hasta el momento. Ésta estaba a un par de cuadras de la iglesia y pertenecía a la orden de las hijas de María Auxiliadora que bien lo habían acogido.

Entró en su habitación y arregló lo poco que tenía que arreglar: un par de pantalones, un par de zapatos, la ropa interior y unos cuantos libros además de la biblia en latín. Dejó todo listo para la madrugada y buscó el comedor para cenar.

Entró en la estancia donde las monjas cenaban y buscó un sitio vacío. Había por lo menos veinte hermanas dedicadas a alimentar el cuerpo.

— ¿Me permiten, hermanas? –le pidió permiso para sentarse a un par de monjas que agachadas devoraban sus viandas.

Ambas asintieron en silencio. Sus rostros bajo los negros hábitos les conferían una extraña anatomía.

Se sentó con su plato y comenzó a comer, también en silencio. Mientras los alimentos descendían a través de su aparato digestivo su cerebro trabajaba en las posibles expectativas del trabajo encomendado. Pero lo que más le preocupaba era comenzar desde nada allá en la población. No tenía nada seguro. Ni siquiera donde iba a pasar la noche.

“Mirad a las aves del cielo –pensó con una sonrisa”.

Pero eso no lo consolaba. Algo es escuchar algo repetidas veces, y otra cosa es la realidad del asunto. Iba hacia una aventura incierta y su naturaleza humana no podía dejar de recodárselo. Eso le achicaba el corazón.

Terminó de comer y levantó la vista. Una de las monjas, la que tenía enfrente, lo estaba mirando con curiosidad.

—¿Parte pronto? –le preguntó ésta.

—Mañana, en la madrugada. Ya voy a misión.

—Tenga cuidado, hermano –le advirtió la monja sin apartar de él su mirada severa.

—Gracias.

—No, se lo digo en serio. Hay un signo en su frente…

—¡Hermana Sagrario! –le llamó la atención la monja que estaba a la par de la otra.

—No se preocupe –la atajó José de la Cruz—, sé cuidarme y sino Dios lo hará.

—A veces –sentenció la misma monja de mirada torva—, ni Dios nos puede proteger ante lo inevitable.

— ¡Hermana, Sagrario! –volvió a insistir su compañera de banca.

Las dos monjas se pusieron en pie y se alejaron dejándolo con una extraña sensación de peligro. La monja que había intervenido las dos veces parecía ir alegando con la otra en puras señas porque por lo visto no se podía hacer mucho en los recintos de la comunidad. Él terminó hasta el último gramo de comida sobre el plato pensando en la posibilidad de no comer en mucho, mucho tiempo.

Se levantó y regresó a su habitación. No pudo apartarse de la cabeza las palabras de la monja hasta muy entrada la noche cuando, agotado de tratar de entender algunos pasajes de La Ciudad de Dios de San Agustín, se quedó dormido profundamente.

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