miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 11





El plan más sencillo es siempre el mejor. Algo así le había escuchado a su padre en alguna ocasión. Les contó lo que pensaban sacando del fondo de un bolsillo de su pantalón aquel trozo de papel conteniendo las letras A, B y C y demás signos y les explicó cada uno de ellos tendiendo su esquema sobre el centro de la mesa. Para entonces el humeante café había desaparecido.
—Lo que necesitamos es que los militares se distraigan de sus posiciones y busquen reunirse en un solo sitio, o por lo menos que dejen abierta una simple brecha durante unos cuantos minutos. Minutos necesarios para que dos, o tres personas, puedan salir del cerco y dirigirse, con mi carta, hacia Tegucigalpa. Pero estas personas no irán por el camino común sino por las montañas. Tiene que ser alguien capaz de avanzar por entre los cerros en medio de la noche.
—No está tan mala la idea. Quienes se han querido marchar lo han hecho sin crear esa distracción. Pero ¿Qué tipo de distracción?
—¿Con que se trabaja en la mina?
—Pues con lo normal, piochas, palas, herramientas…
—¿Dinamita?
Jerusalén pareció estremecerse. Sonrió, miró a su mujer y luego de nuevo al cura como si algo le hubiera iluminado el cerebro en un momento sublime.
—Podría funcionar –dijo al fin.
—Sí, sólo necesitamos crear esas distracciones en varios puntos a la vez para que se agrupen en un solo lugar.
—¿Varias distracciones?
—Sí.
Y tomando el mismo papel le dio la vuelta y sacó una pluma. Hizo una especie de croquis y le puso. Álamo en el centro.
—Este es, digamos, el pueblo. Y esta es la salida por el puente. Queda descartado por aquí –colocó una cruzo sobre ese punto— es el lugar que menos abandonarían en caso de una distracción como un estallido. Es más, creo que sería el lugar que buscarían para reunirse. Entonces los puntos tienen que ser aquí, y aquí –señaló lo que pareció ser la quebrada que pasaba junto al pueblo. Marcó el centro y una esquina opuesta al puente. Las distracciones tienen que ser aquí, y aquí –marco muy cerca de donde había puesto Mina, a ambos lados. Porque es la zona que más protegen. Debe haber por lo menos dos estallidos muy fuertes, aquí y aquí, al lado de la mina para que se distraigan. Son más o menos treinta y cinco siempre andan detrás de Carlos José, vi unos ocho pegados a la boca de la mina. Eso quiere decir que entre los árboles debe de haber unos veinte, más o menos. Todos cubriendo el Álamo que tiene un diámetro de unos cinco kilómetros o seis eso significan que deben de estar distanciado unos de los otros unos cuatrocientos metros. Sí lográramos mover un par de individuos de esos que estén juntos abriríamos un hueco como de un kilómetro de ancho. Suficiente para escapar sin ningún problema.
El padre José de la Cruz parecía visiblemente excitado por sus cálculos precisos. Y su rostro parecía haberse llenado de esperanzas.
—¿Una pregunta, Jerusalén? –miró al hombre con inquietud.
—Sí.
—¿Cuántos de los habitantes del Álamo estarían de acuerdo con nuestro plan, desechando a los borrachos?
Jerusalén pareció hacer cálculos mentales y luego dijo con seguridad:
—Más de cincuenta. En realidad, padre, muchos van a tomar guaro porque de alguna manera el alcohol aleja de la situación. Sé que no es la forma adecuada, pero así funcionan.
—Lo sé, hijo, pero no podemos contar con ellos. Confiar un plan a un borracho es como decirle a un niño que diga que no estamos en casa. Al final terminamos avergonzados.
—Cincuenta, entonces –dijo al fin.
—Muy bien. Necesito que escojas a cinco de entre todos ellos. Sólo cinco. Cinco que sepas que son leales totalmente a la causa y que son jóvenes, rápidos y capaces de correr por entre esos cerros.
Se quedó pensando un poco más y como si hubiera visualizado a esos cinco sonrió.
—Luego está lo de la dinamita –dijo el padre algo preocupado— obtenerla…
—Dinamita tenemos todos— dijo el hombre con orgullo por haberse anticipado a aquello.
—¿Tienen? –preguntó esperanzado el padre.
—Antes, cuando quien mandaba aquí era el padre de ese hombre… —dijo ese hombre con tanto desprecio que a José de la Cruz se le enchinaron un poco los pelitos del cuerpo—. Todos podíamos tomar la que quisiéramos. La comprábamos y a veces, cuando íbamos al río, pescábamos usándola. A muchos se nos quedaron algunos cartuchos los cuales están escondidos en buenos lugares –y como para convencer de aquello al cura miró a su mujer y ésta se levantó de inmediato entrando a una habitación contigua. Se escuchó una especie de tabla al ser retirada y luego apareció la mujer con cuatro cartuchos en la mano.
—No los acerque a la lumbre –dijo el padre algo nervioso.
Se trataba de cuatro enormes cartuchos con mechas también largas.
—Me parece estupendo –dijo el sacerdote y la mujer desapareció de nuevo por aquella puerta.
—¿Con cuántos podríamos contar?
—Con unos trescientos, creo.
—¡Eso es una barbaridad!
El padre pareció meditar un poco con la mirada posada sobre su rústico mapa.
—Creo que –dijo al fin— con que exploten, cada uno, en distintos lugares, aquí, aquí,  aquí –marcó tres equis muy cerca de lo identificado como mina— se hará suficiente ruido y distracción. Tienen que actuar rápido y que nadie los vea. Eso quiere decir que además de los cinco que van a salir del Álamo con la carta necesitaremos tres más que serán los de la dinamita.
—Cuente con ellos –dijo de inmediato Jerusalén.
—¿Cuándo crees que sea el día más propicio para llevar a cabo el plan?
—Por mí, hoy mismo, ¿verdad Susan? –miró a su esposa que miraba y escuchaba con mucha atención todo aquello.
—No, tiene que ser un día en el cual todo parezca muy relajado y tranquilo. Un momento en el cual estén todos ellos en una especie de distracción.
—El único momento es cuando hay cambios de soldados. Eso ocurre cada dos meses.
—¿Los cambian a todos al mismo tiempo?
—Sí. Vienen en grupo desde Tegucigalpa y van relevando a los demás y mientras unos se quitan de sus puestos otros los van llenando de inmediato. Al llegar al pueblo sólo vienen como quince que son los últimos a relevar: los que lo cuidan a él y los que cuidan la mina. Los otros se van juntando en el puente de entrada y cuando están todos juntos vuelven a salir en formación hacia Tegucigalpa.
—Está todo bien elaborado ¿No?
—Sí. Pero la ventaja es que los nuevos aún no conocen muy bien el terreno y podrían hasta confundirse con lo de los bombazos. Ya sabe, padre, actuar casi por instinto.
La idea parecía buena.
—¿Y cuándo es el próximo cambio de guardia?
—El último –interrumpió Susana— fue hace apenas hace veinte días más o menos.
Aquello pareció desinflar un poco a José de la Cruz. Tendrían que esperar más de cuarenta días antes de actuar. Sería una cuaresma demasiado larga. Le pareció algo profético aquello: cuarenta días como los días del Señor en el desierto.
—Por lo menos, hijos –les dijo con una semi sonrisa—, tendremos tiempo para prepararnos bien. Jerusalén— se volvió al esposo— no les comentes nada a las personas que has seleccionado. Podrían desesperarse o caer en alguna plática impropia antes y todo se vendría abajo. Sondéalos durante todos estos días y ya veremos. Una semana antes de que lleguen los nuevos soldados se les pondrá en alerta ¿Está bien?
—Así será, padre.
—Otra cosa, no comenten nada enfrente de los niños. A veces ellos comentan entre sí y también es peligros se filtre información.
—No se preocupe, padre. Ni nosotros hablaremos del tema –dijo la mujer con una sonrisa más sincera y en el fondo de sus ojos parecía haber aparecido una luz de esperanza.

***

Las semanas siguientes todo pareció desarrollarse con la misma normalidad que todo se había venido desarrollando durante varios años en el Álamo. El padre, para muchos, se había apegado a la vida del pueblo y era una más en la esclavitud. A todos, incluida la esposa de Carlos Zelaya, les parecía un simple títere en manos de aquel hombre. De vez en cuando los podían ver, en su casa, degustando una copita con aquel hombre.
Eso era parte de la astucia. Lo sabía.
José de la Cruz no tomaba más que vino cuando realizaba la misa, para consagrarlo como sangre de Cristo, pero fingía emborracharse con su interlocutor tomando lo que le daba. Hablaban como viejos amigos y hasta se hacían regalos. Carlos Zelaya le regaló un caballo de sangre pura y él para corresponderle le regaló una biblia nueva con letras de oro en la portada. Cuando se la dio le dijo:
—Es hecha en España y es muy valiosa. Espero que además de su valor histórico pueda usted apreciar su profunda sabiduría.
—Gracias, padre, a mi madre le encantará.
—Al contrario, don Carlos, gracia a usted por haberme recibido en su hogar con tanta bondad.
Eso había ocurrido apenas dos semanas antes de que se realizara la esperada acción del cambio de guardia. Los dos hombres con una copa de meta en las manos, como los viejos romanos, caminaban detrás de lo que se había convertido para José de la Cruz, en su hogar: la vieja escuela. Para entonces ya su amigo la había mandado arreglar para que se sintiera más confortable.
La iglesia estaba a punto de ser terminada. Sólo le faltaban las tejas y dentro de poco serían inauguradas. José de la Cruz esperó que eso sucediera antes de que se llevara a cabo el plan. Por lo menos la gente, cuando terminara aquella prolongada pesadilla, tendría un lugar a donde ir a orar por ellos, por el pueblo y por sus muertos.
—¿Qué le parece, padre? –le preguntó Carlos con su voz aguardentosa señalando la ermita.
Se trataba de un edifico no barroco, porque los constructores sabían de arte lo que él de viajes al espacio, pero era una iglesia bonita. Pequeña, con capacidad para unas cincuenta personas sentadas y quizás unas cien de pie, pero con paredes gruesas y altas. Con un campanario sin campana aún, pero con la esperanza de que, en el futuro, eso cambiara. Puertas altas y gruesas de madera fina que el mismo Carlos había mandado a traer de Tegucigalpa.
—Es un templo magnifico –dijo José de la Cruz con su voz de serpiente—. Le agradezco profundamente por haberlo hecho realidad.
—Ve, padre. Si queriendo se puede.
Y fue en ese momento que casi todo se echa a perder. Quizás fue la emoción de ver terminado el templo y el aire de la tarde que lo empujó a cometer la siguiente imprudencia. En realidad, la motivó el ver a uno de los soldados orinar sobre la pared trasera del templo. El hombre se había acercado, mirado a todos lados y al ver que no había nadie se fue a hacer su asunto sobre la pared. José de la Cruz consideró aquello una falta de respeto y enrojeció un poco y dijo de mal humor:
—Esa gente no tiene consideración por nada. ¿Por qué hay tantos soldados aquí?
José Carlos se le quedó mirando al no comprender a qué venía el comentario, arrugó el entrecejo y echándose otro trago de alcohol dijo:
—Ellos cuidan la mina.
—Sí, pero… tantos.
De inmediato, como si un interruptor hubiera subido de nuevo en su cabeza, trató de arreglar lo desarreglado:
—Lo siento, hijo, pero… mira.
Le señaló al militar orinado sobre la pared recién encalada.
Carlos José pareció entender el comentario y con una gran carcajada dijo:
—Una meadita, padre, hasta el mismo Jesucristo se la echó ¿No?
Pálido y tratando de que no se le notara la turbación, sonrió también.
Pero aquella sonrisa fue de alivio, no por el comentario hecho acerca de Cristo.
Aquella tarde, cuando se despidió de su amigo, Carlos José, al darle la mano ya no lo hizo con tanta efusividad como otros días. ¿Había captado algo en su voz? Era probable. Quizás se sentía como el amo del perro al ver que su querido amigo muerde a alguien y trata de justificar su acción.
Mientras oraba, aquella noche, José de la Cruz, volvió a pedirle, como cada noche a Dios, paciencia para mantener la calma en los momentos que se acercaban. También, pidió, por la protección de su persona y de las personas que le ayudarían en el plan de liberación de la esclavitud del pueblo.
Solo de imaginarse lo que iba a ocurrir dentro de poco le hizo acelerar el corazón de una manera peligrosa.
Él no lo sabía, pero estaba viviendo sus últimos días.

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