El plan más sencillo es siempre el mejor. Algo así
le había escuchado a su padre en alguna ocasión. Les contó lo que pensaban
sacando del fondo de un bolsillo de su pantalón aquel trozo de papel
conteniendo las letras A, B y C y demás signos y les explicó cada uno de ellos
tendiendo su esquema sobre el centro de la mesa. Para entonces el humeante café
había desaparecido.
—Lo que necesitamos es que los militares se
distraigan de sus posiciones y busquen reunirse en un solo sitio, o por lo
menos que dejen abierta una simple brecha durante unos cuantos minutos. Minutos
necesarios para que dos, o tres personas, puedan salir del cerco y dirigirse,
con mi carta, hacia Tegucigalpa. Pero estas personas no irán por el camino
común sino por las montañas. Tiene que ser alguien capaz de avanzar por entre
los cerros en medio de la noche.
—No está tan mala la idea. Quienes se han querido
marchar lo han hecho sin crear esa distracción. Pero ¿Qué tipo de distracción?
—¿Con que se trabaja en la mina?
—Pues con lo normal, piochas, palas, herramientas…
—¿Dinamita?
Jerusalén pareció estremecerse. Sonrió, miró a su
mujer y luego de nuevo al cura como si algo le hubiera iluminado el cerebro en
un momento sublime.
—Podría funcionar –dijo al fin.
—Sí, sólo necesitamos crear esas distracciones en
varios puntos a la vez para que se agrupen en un solo lugar.
—¿Varias distracciones?
—Sí.
Y tomando el mismo papel le dio la vuelta y sacó
una pluma. Hizo una especie de croquis y le puso. Álamo en el centro.
—Este es, digamos, el pueblo. Y esta es la salida
por el puente. Queda descartado por aquí –colocó una cruzo sobre ese punto— es
el lugar que menos abandonarían en caso de una distracción como un estallido.
Es más, creo que sería el lugar que buscarían para reunirse. Entonces los puntos
tienen que ser aquí, y aquí –señaló lo que pareció ser la quebrada que pasaba
junto al pueblo. Marcó el centro y una esquina opuesta al puente. Las
distracciones tienen que ser aquí, y aquí –marco muy cerca de donde había
puesto Mina, a ambos lados. Porque es la zona que más protegen. Debe haber por
lo menos dos estallidos muy fuertes, aquí y aquí, al lado de la mina para que
se distraigan. Son más o menos treinta y cinco siempre andan detrás de Carlos
José, vi unos ocho pegados a la boca de la mina. Eso quiere decir que entre los
árboles debe de haber unos veinte, más o menos. Todos cubriendo el Álamo que
tiene un diámetro de unos cinco kilómetros o seis eso significan que deben de
estar distanciado unos de los otros unos cuatrocientos metros. Sí lográramos
mover un par de individuos de esos que estén juntos abriríamos un hueco como de
un kilómetro de ancho. Suficiente para escapar sin ningún problema.
El padre José de la Cruz parecía visiblemente
excitado por sus cálculos precisos. Y su rostro parecía haberse llenado de
esperanzas.
—¿Una pregunta, Jerusalén? –miró al hombre con
inquietud.
—Sí.
—¿Cuántos de los habitantes del Álamo estarían de
acuerdo con nuestro plan, desechando a los borrachos?
Jerusalén pareció hacer cálculos mentales y luego
dijo con seguridad:
—Más de cincuenta. En realidad, padre, muchos van a
tomar guaro porque de alguna manera el alcohol aleja de la situación. Sé que no
es la forma adecuada, pero así funcionan.
—Lo sé, hijo, pero no podemos contar con ellos.
Confiar un plan a un borracho es como decirle a un niño que diga que no estamos
en casa. Al final terminamos avergonzados.
—Cincuenta, entonces –dijo al fin.
—Muy bien. Necesito que escojas a cinco de entre
todos ellos. Sólo cinco. Cinco que sepas que son leales totalmente a la causa y
que son jóvenes, rápidos y capaces de correr por entre esos cerros.
Se quedó pensando un poco más y como si hubiera
visualizado a esos cinco sonrió.
—Luego está lo de la dinamita –dijo el padre algo
preocupado— obtenerla…
—Dinamita tenemos todos— dijo el hombre con orgullo
por haberse anticipado a aquello.
—¿Tienen? –preguntó esperanzado el padre.
—Antes, cuando quien mandaba aquí era el padre de
ese hombre… —dijo ese hombre con tanto desprecio que a José de la Cruz se le
enchinaron un poco los pelitos del cuerpo—. Todos podíamos tomar la que
quisiéramos. La comprábamos y a veces, cuando íbamos al río, pescábamos
usándola. A muchos se nos quedaron algunos cartuchos los cuales están
escondidos en buenos lugares –y como para convencer de aquello al cura miró a
su mujer y ésta se levantó de inmediato entrando a una habitación contigua. Se
escuchó una especie de tabla al ser retirada y luego apareció la mujer con
cuatro cartuchos en la mano.
—No los acerque a la lumbre –dijo el padre algo
nervioso.
Se trataba de cuatro enormes cartuchos con mechas
también largas.
—Me parece estupendo –dijo el sacerdote y la mujer
desapareció de nuevo por aquella puerta.
—¿Con cuántos podríamos contar?
—Con unos trescientos, creo.
—¡Eso es una barbaridad!
El padre pareció meditar un poco con la mirada
posada sobre su rústico mapa.
—Creo que –dijo al fin— con que exploten, cada uno,
en distintos lugares, aquí, aquí, aquí
–marcó tres equis muy cerca de lo identificado como mina— se hará suficiente
ruido y distracción. Tienen que actuar rápido y que nadie los vea. Eso quiere
decir que además de los cinco que van a salir del Álamo con la carta
necesitaremos tres más que serán los de la dinamita.
—Cuente con ellos –dijo de inmediato Jerusalén.
—¿Cuándo crees que sea el día más propicio para
llevar a cabo el plan?
—Por mí, hoy mismo, ¿verdad Susan? –miró a su
esposa que miraba y escuchaba con mucha atención todo aquello.
—No, tiene que ser un día en el cual todo parezca
muy relajado y tranquilo. Un momento en el cual estén todos ellos en una
especie de distracción.
—El único momento es cuando hay cambios de
soldados. Eso ocurre cada dos meses.
—¿Los cambian a todos al mismo tiempo?
—Sí. Vienen en grupo desde Tegucigalpa y van
relevando a los demás y mientras unos se quitan de sus puestos otros los van
llenando de inmediato. Al llegar al pueblo sólo vienen como quince que son los
últimos a relevar: los que lo cuidan a él y los que cuidan la mina. Los otros
se van juntando en el puente de entrada y cuando están todos juntos vuelven a
salir en formación hacia Tegucigalpa.
—Está todo bien elaborado ¿No?
—Sí. Pero la ventaja es que los nuevos aún no
conocen muy bien el terreno y podrían hasta confundirse con lo de los bombazos.
Ya sabe, padre, actuar casi por instinto.
La idea parecía buena.
—¿Y cuándo es el próximo cambio de guardia?
—El último –interrumpió Susana— fue hace apenas
hace veinte días más o menos.
Aquello pareció desinflar un poco a José de la
Cruz. Tendrían que esperar más de cuarenta días antes de actuar. Sería una cuaresma
demasiado larga. Le pareció algo profético aquello: cuarenta días como los días
del Señor en el desierto.
—Por lo menos, hijos –les dijo con una semi sonrisa—,
tendremos tiempo para prepararnos bien. Jerusalén— se volvió al esposo— no les
comentes nada a las personas que has seleccionado. Podrían desesperarse o caer
en alguna plática impropia antes y todo se vendría abajo. Sondéalos durante
todos estos días y ya veremos. Una semana antes de que lleguen los nuevos
soldados se les pondrá en alerta ¿Está bien?
—Así será, padre.
—Otra cosa, no comenten nada enfrente de los niños.
A veces ellos comentan entre sí y también es peligros se filtre información.
—No se preocupe, padre. Ni nosotros hablaremos del
tema –dijo la mujer con una sonrisa más sincera y en el fondo de sus ojos
parecía haber aparecido una luz de esperanza.
***
Las semanas siguientes todo pareció desarrollarse
con la misma normalidad que todo se había venido desarrollando durante varios
años en el Álamo. El padre, para muchos, se había apegado a la vida del pueblo
y era una más en la esclavitud. A todos, incluida la esposa de Carlos Zelaya,
les parecía un simple títere en manos de aquel hombre. De vez en cuando los
podían ver, en su casa, degustando una copita con aquel hombre.
Eso era parte de la astucia. Lo sabía.
José de la Cruz no tomaba más que vino cuando
realizaba la misa, para consagrarlo como sangre de Cristo, pero fingía
emborracharse con su interlocutor tomando lo que le daba. Hablaban como viejos
amigos y hasta se hacían regalos. Carlos Zelaya le regaló un caballo de sangre
pura y él para corresponderle le regaló una biblia nueva con letras de oro en
la portada. Cuando se la dio le dijo:
—Es hecha en España y es muy valiosa. Espero que
además de su valor histórico pueda usted apreciar su profunda sabiduría.
—Gracias, padre, a mi madre le encantará.
—Al contrario, don Carlos, gracia a usted por
haberme recibido en su hogar con tanta bondad.
Eso había ocurrido apenas dos semanas antes de que
se realizara la esperada acción del cambio de guardia. Los dos hombres con una
copa de meta en las manos, como los viejos romanos, caminaban detrás de lo que
se había convertido para José de la Cruz, en su hogar: la vieja escuela. Para
entonces ya su amigo la había mandado arreglar para que se sintiera más
confortable.
La iglesia estaba a punto de ser terminada. Sólo le
faltaban las tejas y dentro de poco serían inauguradas. José de la Cruz esperó
que eso sucediera antes de que se llevara a cabo el plan. Por lo menos la
gente, cuando terminara aquella prolongada pesadilla, tendría un lugar a donde
ir a orar por ellos, por el pueblo y por sus muertos.
—¿Qué le parece, padre? –le preguntó Carlos con su
voz aguardentosa señalando la ermita.
Se trataba de un edifico no barroco, porque los
constructores sabían de arte lo que él de viajes al espacio, pero era una
iglesia bonita. Pequeña, con capacidad para unas cincuenta personas sentadas y
quizás unas cien de pie, pero con paredes gruesas y altas. Con un campanario
sin campana aún, pero con la esperanza de que, en el futuro, eso cambiara.
Puertas altas y gruesas de madera fina que el mismo Carlos había mandado a
traer de Tegucigalpa.
—Es un templo magnifico –dijo José de la Cruz con
su voz de serpiente—. Le agradezco profundamente por haberlo hecho realidad.
—Ve, padre. Si queriendo se puede.
Y fue en ese momento que casi todo se echa a
perder. Quizás fue la emoción de ver terminado el templo y el aire de la tarde
que lo empujó a cometer la siguiente imprudencia. En realidad, la motivó el ver
a uno de los soldados orinar sobre la pared trasera del templo. El hombre se
había acercado, mirado a todos lados y al ver que no había nadie se fue a hacer
su asunto sobre la pared. José de la Cruz consideró aquello una falta de
respeto y enrojeció un poco y dijo de mal humor:
—Esa gente no tiene consideración por nada. ¿Por
qué hay tantos soldados aquí?
José Carlos se le quedó mirando al no comprender a
qué venía el comentario, arrugó el entrecejo y echándose otro trago de alcohol
dijo:
—Ellos cuidan la mina.
—Sí, pero… tantos.
De inmediato, como si un interruptor hubiera subido
de nuevo en su cabeza, trató de arreglar lo desarreglado:
—Lo siento, hijo, pero… mira.
Le señaló al militar orinado sobre la pared recién
encalada.
Carlos José pareció entender el comentario y con
una gran carcajada dijo:
—Una meadita, padre, hasta el mismo Jesucristo se
la echó ¿No?
Pálido y tratando de que no se le notara la
turbación, sonrió también.
Pero aquella sonrisa fue de alivio, no por el
comentario hecho acerca de Cristo.
Aquella tarde, cuando se despidió de su amigo,
Carlos José, al darle la mano ya no lo hizo con tanta efusividad como otros
días. ¿Había captado algo en su voz? Era probable. Quizás se sentía como el amo
del perro al ver que su querido amigo muerde a alguien y trata de justificar su
acción.
Mientras oraba, aquella noche, José de la Cruz,
volvió a pedirle, como cada noche a Dios, paciencia para mantener la calma en
los momentos que se acercaban. También, pidió, por la protección de su persona
y de las personas que le ayudarían en el plan de liberación de la esclavitud
del pueblo.
Solo de imaginarse lo que iba a ocurrir dentro de
poco le hizo acelerar el corazón de una manera peligrosa.
Él no lo sabía, pero estaba viviendo sus últimos
días.
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