miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 12





Una semana después de aquella conversación, el padre José de la Cruz, vio con asombro como una nueva tropa de militares entraba al pueblo. Se habían adelantado a lo planificado. Eso significaba que todo comenzaría antes de lo predicho.
Para entonces la ermita estaba terminada y tenía planificado inaugurarla el fin de semana próximo cuando le trajeran de Tegucigalpa una custodia para el Santísimo. Dicho objeto sagrado tenía que ser consagrado por el obispo y luego resguardado en un lugar especial de la capilla.
Ya los hombres encargados de la construcción, entre ellos Jerusalén, daban los últimos retoques a las enormes bancas de cedro construidas allí mismo por ellos cuando escucharon la corneta sonar en el exterior. Como todo curioso se asomaron a la puerta y desde allí los contemplaron llegar. Era un grupo nuevo de militares, muy jóvenes.
El padre, al escuchar el sonido del instrumento aquel había salido por la puerta de la sacristía a mirar y caminando despacio fue a salir al frente del edificio donde estaban agolpados todos los hombres, entre ellos Jerusalén. Se miraron y parecieron comunicarse con la mirada.
Más tarde, en la sacristía, el padre le entregó el sobre al hombre y con la voz muy queda le dijo:
—Qué sea en dos noches.
—Pierda cuidado, padre. Así será.
Vio salir al hombre ocultándose el sobre metiéndoselo entre los pliegues de la camisa y elevó una oración muy fervorosa al cielo:
“Por favor, Dios, que esas noticias lleguen a su destino y se saque a esta gente, tu pueblo, de la esclavitud y la ignominia. Cuídalos y protégelos con tu santo manto. Amén”.
Aquel día era miércoles. La acción estaba prevista para el día viernes a las once de la noche, cuando todos dormían.

***

Un día antes de su último día, el padre José de la Cruz, estuvo en casa de la familia Zelaya y después del acostumbrado desayuno doña Mariana le pidió ser confesada.
—Hace mucho tiempo que no lo hago –le dijo como si tuviera toneladas de pecados que decir.
Él aceptó verla, después de que bajara la comida en la nueva iglesia.
—De una vez estreno el confesionario— dijo el padre con una amplia sonrisa.
Su amigo Carlos José parecía algo serio aquel día, como si presintiera algo. O fuera a hacer algo importante aquel día. Se dispensó y dejó a su madre con su confesor.
Por fin, después de varias semanas, también tuvo la oportunidad de hablar casi a solas con la esposa de Carlos José. En algún momento, doña Mariana salió del comedor y dejó a la mujer con sus hijos enfrente del cura.
—¿Cómo ha estado? –le preguntó a la mujer que rehuía desde hacía mucho tiempo su mirada.
—Pasando –dijo la mujer con cansancio. Parecía tener los ojos rojos.
—Pronto habrá noticias –le dijo.
Ella pareció analizar aquellas palabras. Trató de sonreír, pero no pudo. Una mueca salió en vez de eso.
Regresó a la capilla y se dedicó a orar y limpiar los bancos. Los trabajadores asignados habían dejado de asistir ya y él tendría que buscarse algún sacristán o ayuda más adelante. Le gustaba quedarse sentado en la primera banca y observando el espacio del altar. Aún faltaba éste, pero pronto lo tendría. Además, algún padre de otra parroquia tendría que ir a celebrar misa con él para la consagración. Aún no sabía el nombre que le daría a la iglesia, pero seguramente sería uno de la virgen María. La mayoría de templos tenía uno de ella.
Por lo menos había logrado erigir el templo, su primera misión. La segunda había sido evangelizar todo el pueblo y sus alrededores. Esperaba hacerlo después de lo que sucediera después del viernes.
Doña Mariana llegó a las diez de la mañana y él la invitó a que se sentara frente a él y comenzó la confesión. La mujer le contó algunas cuestiones de tipo venial como, por ejemplo: la envidia sentida contra la juventud de su nuera, el haber tenido algún pensamiento pecaminoso a su edad (era una mujer de cincuenta y tres años), el pasar demasiado tiempo ociosa y la pereza era un pecado capital, y un largo etcétera.
Al final, el padre le dio su penitencia que no era más que la repetición de algunos Padres Nuestros y algunas Aves Marías. La mujer, como si fuera flotando, le deseó un buen día y se marchó.
Hubo un momento, en la confesión de la mujer, que pareció dudar un poco al contarle acerca de las actividades de su hijo. Así, comprobó José de la Cruz, que la mujer ignoraba todo lo que su hijo hacía.
—Todo tiene su arreglo, hija –le dijo a la mujer para consolarla—. Sí él comete alguna injusticia, Dios le mandará su propia factura.
Aquello pareció divertirla mucho.

***

—A las diez, padre –le dijo el viernes por la tarde, Jerusalén acercándose apenas a la puerta de la ermita. Siempre había un militar en la plaza.
—Cuídate, hijo y que Dios te bendiga –le hizo la señal de la cruz.
Jerusalén se fue hacia su casa y ambos no sabían que ya jamás volverían a verse. Al menos José de la Cruz no lo volvió a ver. Pero Jerusalén a él, sí.
Aquella noche, el padre se quedó orando. El corazón le latía con fuerza en el pecho y temió un paro cardiaco. Así que, como hacía todas las noches y para no despertar sospechas, apagó el candil a las nueve y media.
“A las diez, padre” le había dicho Jerusalén, le pareció que habían dicho que era las once la hora, pero seguramente por algo la habían cambiado.
A las diez en punto, y como si los tres sonidos hubieran estado coordinados a la perfección, vibro la tierra y las láminas del techo parecieron recibir una suave lluvia de tierra. El bombazo fue estremecedor y pareció haber sucedido muy cerca de su habitación.
¡BOOOOOOOMMMMM!
Dejó que pasaron cinco segundos antes de encender el candil. La vibración del techo de zinc siguió durante unos segundos más.
Se levantó, abrió la puerta y el resplandor que venía desde el cerro de la mina fue lo primero que lo inundó todo. Altas y escandalosas llamas rojas y amarillas se elevaban a ambos lados de la mina dándole al cielo un colorido muy hermoso.
Gritos, pasos, personas corriendo hacia el lugar se veían por toda la carretera que iba hacia la cuesta. Entre esas personas vio a varios militares con fusiles en mano yendo hacia allá. Un silbido muy fuerte producido por un silbato cruzó el pueblo. Le pareció que aquel sonido venía de detrás de la vieja escuela. Los militares que corrían hacia la cuesta ahora corrían hacia el lado contrario.
El padre José de la Cruz, envuelto en su sotana, comenzó a caminar de prisa hacia la mina. Tenía que mostrar sorpresa como todo el mundo en el Álamo. El papel tenía que llegar a la máxima interpretación. “Sigiloso como las serpientes”.
Cuando llegó a la cuesta donde se había reunido la mayoría de los pobladores habían pasado más de cinco minutos desde la explosión.
—¿Qué pasó? –preguntó con su cara de inocencia.
—Parece que explotó una carga de dinamita –dijo alguien que no vio.
—¡Una carga, para mí que eran más de dos! –le corrigió alguien más.
Los niños, las mujeres, viejos, jóvenes, todo mundo parecía estar subiendo la cuesta. Él se unió a ellos para ver desde allá de mejor manera. Pero, apenas iba subiendo cuando escuchó gritos desde la cima:
—¡Todos abajo! ¡Bajen! –Les gritó un militar con su voz potente— Todo está agarrando fuego aquí arriba.
Y parecía ser cierto, porque el resplandor de la colina, en toda su superficie, parecía estar creciendo de manera completa. Algo no previsto. Un incendio.
Bajaron, entonces, a toda velocidad de nuevo hacia el inicio de la cuesta.
En esos momentos era que él debía tomar el liderazgo de la población y así lo hizo:
—Vamos a la iglesia. Síganme. Desde allá es más seguro.
Las personas, como si aún estuvieran metidas dentro del sueño comenzaron a seguirlo. Y allá, enfrente de la plaza se reunieron. Internamente, José de la Cruz pedía por las personas y la carta. Esperaba que, para entonces, ya hubieran logrado burlar el cerco de los militares y avanzaran por entre los cerros hacia la capital. En pocos días, estaría todo aquello mejor.
Y mientras pensaba en eso le pareció escuchar un par de disparos entre el crujir de las llamas allá sobre la mina. Volvió a orar y el corazón parecía ir demasiado rápido. ¿Qué estaba sucediendo en todos los puntos posibles? Miró hacia donde se suponía era la entrada del pueblo. Allá al fondo y gracias al resplandor del incendio vio a un grupo como de veinte militares mirando hacia el pueblo. Eso significaba lo simple: había sucedido lo esperado. En algún momento alguien llegaría y los reubicaría en sus puestos, pero ya era demasiado tarde para ellos y alguien se habría filtrado.
Volvió a respirar hondo y a darle gracias a Dios por el seguro triunfo.

***

Lo que no sabía José de la Cruz era que ya estaba sentenciado a muerte.
Aquellos disparos escuchados entre el crepitar de las llamas habían sido orden directa de Carlos José Zelaya contra uno de los conspiradores. El hombre había sido cogido cuando corría, antes del estallido. Un soldado lo había visto correr y lo había seguido ordenándole detenerse. Al hacerlo se le había acercado y le había preguntado qué que hacía a aquellas horas allí. Que hablara o le volaba la tapa de los sesos.
Y cuando ya iba contestar el gran estallido los había lanzado a ambos un poco más lejos de la mina. El soldado al recuperarse del golpe y del susto, y con un zumbido en los oídos lo había comprendido todo. Tomando al hombre por los hombros lo arrastró a presencia de Carlos Zelaya.
—Es uno de los que provocaron las explosiones –dijo al mostrarlo ante un asombrado hombre que veía elevarse las llamas hacia el cielo.
Apartaron al hombre y con golpes y amenazas le sacaron un nombre antes de matarlo con un disparo en la cabeza.
—El padre –dijo el hombre antes de morir.
—Ese, hijo de puta –rugió Carlos José mirando hacia la ermita que elevaba su torre allá a lo lejos.
Y sin pensarlo dio la orden al mismo hombre que acababa de ultimar al campesino:
—Envíenselo a Dios.

***

A las doce de la noche, y como hacen todos los cobardes, ocultos entre las sombras que les daban los matorrales, dispararon dos hombres al mismo tiempo sobre el pecho del sacerdote. Esperaron a que se separara unos pasos de las demás personas para oprimir los gatillos. La gente, al escuchar las estampidas, se hizo a un lado y vieron como el cuerpo ya sin vida del joven pastor caía al suelo.
El último pensamiento de José de la Cruz, al recibir las balas en el pecho fue:
“Dios mío”
La gente, cuando vio a los dos militares saliendo de la oscuridad con una sonrisa entre los labios y tan campantes como si lo que acababa de hacer era matar a un simple chucho como sabían que hacían con los animalitos por pura diversión, una cólera dormida se despertó.
—¡Asesinos! –gritó alguien.
—¡Mal nacidos! –gritó una mujer.
Y otras lindezas. Los militares al escuchar aquellos insultos comenzaron a preparar de nuevo los fusiles.
Pero no lograron ni colocar el seguro para disparar porque una lluvia de piedras muy grandes comenzó a caer sobre ellos.
—¡Qué…! –exclamó uno de ellos al sentir que algo caliente bajaba por su frente.
Eso fue lo último que salió de sus labios. Allí quedaron los dos hombres con las cabezas destrozadas.
Una mujer, Susana Ramos, se agachó y tomó uno de los fusiles y levantándolo con furia gritó:
—¡Matemos a los asesinos de nuestros hijos!
Aquello fue recibido con un rugido de indignación. Un hombre tomó el otro rifle y quitando el seguro avanzó junto a la mujer que llevaba el otro. Más de seiscientas personas, entre ellas, niños, ancianos, mujeres, hombres tomaron piedras, palos y lo que encontraron y sin previo aviso más que los rugidos de un vendaval se fueron hacia la entrada del pueblo y la emprendieron contra la veintena de soldados que seguía allí. Cayeron unos cinco campesinos antes de que los alcanzaran, pero ellos cayeron todos.
Los cadáveres de los soldados quedaron regados a lo largo de la carretera y algunos sobre el muro de piedra con el cuerpo doblado y el cráneo deshecho. Aquello fue una matanza sangrienta.
Solo los cuerpos de los campesinos fueron levantados y llevado a la plaza, los de los militares quedaron tirados como muchos perros en el pasado.
Ahora, los campesinos, tenían más de veinte rifles cargados y sin detenerse, como llenos de sed de sangre se lanzaron hacia la casa de la familia Zelaya.
—¡Matemos a esos hijos de puta! –gritó alguien encendiendo los ánimos.
—¡Qué mueran los explotadores!
—¡Qué mueran!

***

Cuando Carlos José Zelaya dio la orden de matar al cura entró en su casa y buscó un poco de licor para calmar los nervios. El incendio era fuera de la mina y era algo recuperable, pero lo que no podía tolerar era la traición. ¿Cómo era posible que pudiera existir un supuesto hombre de Dios y verle la cara? ¿Acaso no había dignidad en este mundo? Se sentía verdaderamente ofendido.
Apenas se había tomado un primer trago cuando escuchó a lo lejos las dos detonaciones y suspiró complacido:
—De mí nadie se burla.
Se tomó un par de tragos más antes de volver a salir. Su esposa, sus hijos y su madre estaban en la sala platicando nerviosas. Apenas las volvió a ver.
—Algo está pasando –dijo María recordando las palabras del cura.
—Qué Dios nos asista— dijo la mujer mayor persignándose con rapidez.
—Vengan niños –dijo la madre— tenemos que estar alertas por cualquier cosa.

***

Aquella cualquier cosa ya se estaba moviendo y en el momento de salir al exterior, Carlos José la presintió. Escuchó, o le pareció escuchar balazos hacia su derecha. Trató de despejar su cabeza del alcohol y miró en dirección hacia la iglesia. Allá se veía aquel edificio, que él, el muy estúpido había ayudado a construir. No se vía nada allá, pero le pareció escuchar algunos disparos más.
“Los soldados, poniendo orden” pensó con una sonrisa.
Y sin preocupaciones comenzó a subir la cuesta hacia la mina. El resplandor del incendio parecía ir disminuyendo poco a poco allá arriba. Olía a humo, pero gracias a Dios, el viento estaba soplando hacia el sur con lo cual se lo estaba llevando en dirección contraria.
En el momento en que llegaba al final de la cuesta y entre el crepitar de las hojas secas que el fugo devoraba, le pareció escuchar un grito a sus espaldas. Se volvió y sintió que las piernas se le doblaban peligrosamente.
El pueblo completo venía corriendo hacia él con rifles, palos, piedras, machetes y lo que parecían fierros de la mina. Sintió que un calambre lo recorría de pies a cabeza. Buscó de inmediato a los militares con la vista, pero no logró ver a nadie.
Y sin pensarlo, mucho, cuando la colectividad llegaba hasta el inicio de la empinada cuesta echó a correr hacia la izquierda de la mina donde estaba la bajada que llevaba hacia las barracas. Allí podría esconderse.
Cuando el pueblo completo terminó de subir la cuesta, él ya estaba bajando por el otro lado. Escuchó a sus espaldas una detonación y algo pasó silbando muy cerca de una sus piernas.
“Ayúdame, Dios mío” pensó.

***

Cuando escucharon la turba pasar, María Sagastume, tomó a sus hijos y le dijo a su suegra:
—¡Vámonos! La gente está enloquecida y puede suceder cualquier cosa.
—¿Por qué nos harían algo? –dijo la mujer orgullosa—. Esta es mi casa y no me voy a ir por ningún motivo. El pueblo nos ama.
María, presa del pánico y de la prisa abrió la puerta y escuchó como si se tratara del viento al pasar los últimos gritos del pueblo al subir la cuesta. De inmediato y llevando a un niño de cada mano salió corriendo con rumbo a la salida del pueblo. Escuchó, mientras corría que su hija pequeña se ponía a llorar, pero no podía detenerse. La tomó en brazos y le pidió a su pequeño que tuviera cuidado con las piedras.
Cuando se escuchó una andanada de disparos a lo lejos, allá por el resplandor, la mujer y sus hijos cruzaba un puente regado de cadáveres.
—¿Qué les pasa, mami? –preguntó su hija entre sollozos.
—Están durmiendo, mi amor. No los mires. Vamos… vamos.
A pesar del miedo que sentía en su corazón, también se sentía feliz. Por fin iba a salir de aquel infierno.
Llevaba más de diez minutos caminando por aquella calle a oscuras cuando un enorme resplandor, allá abajo, se elevó hacia el cielo. Se imaginó lo sucedido y apresuró un poco más el paso.

***

Tres días después de estos hechos, el arzobispo de Tegucigalpa, aquel mismo que le había entregado a José de la Cruz unas cartas para ser presentadas en el Álamo, abrió un sobre y comenzó a leer:

“martes, 15 de noviembre de 1910
Estimado señor arzobispo de Tegucigalpa, su oficina.

Esperando se encuentre bien de salud y en perfecta paz espiritual me dirijo a usted, el sacerdote, por gracia del Señor, José de la Cruz Miranda Alcántara para hacerle saber de una situación preocupante en el pueblo del Álamo…”

Capítulo 11





El plan más sencillo es siempre el mejor. Algo así le había escuchado a su padre en alguna ocasión. Les contó lo que pensaban sacando del fondo de un bolsillo de su pantalón aquel trozo de papel conteniendo las letras A, B y C y demás signos y les explicó cada uno de ellos tendiendo su esquema sobre el centro de la mesa. Para entonces el humeante café había desaparecido.
—Lo que necesitamos es que los militares se distraigan de sus posiciones y busquen reunirse en un solo sitio, o por lo menos que dejen abierta una simple brecha durante unos cuantos minutos. Minutos necesarios para que dos, o tres personas, puedan salir del cerco y dirigirse, con mi carta, hacia Tegucigalpa. Pero estas personas no irán por el camino común sino por las montañas. Tiene que ser alguien capaz de avanzar por entre los cerros en medio de la noche.
—No está tan mala la idea. Quienes se han querido marchar lo han hecho sin crear esa distracción. Pero ¿Qué tipo de distracción?
—¿Con que se trabaja en la mina?
—Pues con lo normal, piochas, palas, herramientas…
—¿Dinamita?
Jerusalén pareció estremecerse. Sonrió, miró a su mujer y luego de nuevo al cura como si algo le hubiera iluminado el cerebro en un momento sublime.
—Podría funcionar –dijo al fin.
—Sí, sólo necesitamos crear esas distracciones en varios puntos a la vez para que se agrupen en un solo lugar.
—¿Varias distracciones?
—Sí.
Y tomando el mismo papel le dio la vuelta y sacó una pluma. Hizo una especie de croquis y le puso. Álamo en el centro.
—Este es, digamos, el pueblo. Y esta es la salida por el puente. Queda descartado por aquí –colocó una cruzo sobre ese punto— es el lugar que menos abandonarían en caso de una distracción como un estallido. Es más, creo que sería el lugar que buscarían para reunirse. Entonces los puntos tienen que ser aquí, y aquí –señaló lo que pareció ser la quebrada que pasaba junto al pueblo. Marcó el centro y una esquina opuesta al puente. Las distracciones tienen que ser aquí, y aquí –marco muy cerca de donde había puesto Mina, a ambos lados. Porque es la zona que más protegen. Debe haber por lo menos dos estallidos muy fuertes, aquí y aquí, al lado de la mina para que se distraigan. Son más o menos treinta y cinco siempre andan detrás de Carlos José, vi unos ocho pegados a la boca de la mina. Eso quiere decir que entre los árboles debe de haber unos veinte, más o menos. Todos cubriendo el Álamo que tiene un diámetro de unos cinco kilómetros o seis eso significan que deben de estar distanciado unos de los otros unos cuatrocientos metros. Sí lográramos mover un par de individuos de esos que estén juntos abriríamos un hueco como de un kilómetro de ancho. Suficiente para escapar sin ningún problema.
El padre José de la Cruz parecía visiblemente excitado por sus cálculos precisos. Y su rostro parecía haberse llenado de esperanzas.
—¿Una pregunta, Jerusalén? –miró al hombre con inquietud.
—Sí.
—¿Cuántos de los habitantes del Álamo estarían de acuerdo con nuestro plan, desechando a los borrachos?
Jerusalén pareció hacer cálculos mentales y luego dijo con seguridad:
—Más de cincuenta. En realidad, padre, muchos van a tomar guaro porque de alguna manera el alcohol aleja de la situación. Sé que no es la forma adecuada, pero así funcionan.
—Lo sé, hijo, pero no podemos contar con ellos. Confiar un plan a un borracho es como decirle a un niño que diga que no estamos en casa. Al final terminamos avergonzados.
—Cincuenta, entonces –dijo al fin.
—Muy bien. Necesito que escojas a cinco de entre todos ellos. Sólo cinco. Cinco que sepas que son leales totalmente a la causa y que son jóvenes, rápidos y capaces de correr por entre esos cerros.
Se quedó pensando un poco más y como si hubiera visualizado a esos cinco sonrió.
—Luego está lo de la dinamita –dijo el padre algo preocupado— obtenerla…
—Dinamita tenemos todos— dijo el hombre con orgullo por haberse anticipado a aquello.
—¿Tienen? –preguntó esperanzado el padre.
—Antes, cuando quien mandaba aquí era el padre de ese hombre… —dijo ese hombre con tanto desprecio que a José de la Cruz se le enchinaron un poco los pelitos del cuerpo—. Todos podíamos tomar la que quisiéramos. La comprábamos y a veces, cuando íbamos al río, pescábamos usándola. A muchos se nos quedaron algunos cartuchos los cuales están escondidos en buenos lugares –y como para convencer de aquello al cura miró a su mujer y ésta se levantó de inmediato entrando a una habitación contigua. Se escuchó una especie de tabla al ser retirada y luego apareció la mujer con cuatro cartuchos en la mano.
—No los acerque a la lumbre –dijo el padre algo nervioso.
Se trataba de cuatro enormes cartuchos con mechas también largas.
—Me parece estupendo –dijo el sacerdote y la mujer desapareció de nuevo por aquella puerta.
—¿Con cuántos podríamos contar?
—Con unos trescientos, creo.
—¡Eso es una barbaridad!
El padre pareció meditar un poco con la mirada posada sobre su rústico mapa.
—Creo que –dijo al fin— con que exploten, cada uno, en distintos lugares, aquí, aquí,  aquí –marcó tres equis muy cerca de lo identificado como mina— se hará suficiente ruido y distracción. Tienen que actuar rápido y que nadie los vea. Eso quiere decir que además de los cinco que van a salir del Álamo con la carta necesitaremos tres más que serán los de la dinamita.
—Cuente con ellos –dijo de inmediato Jerusalén.
—¿Cuándo crees que sea el día más propicio para llevar a cabo el plan?
—Por mí, hoy mismo, ¿verdad Susan? –miró a su esposa que miraba y escuchaba con mucha atención todo aquello.
—No, tiene que ser un día en el cual todo parezca muy relajado y tranquilo. Un momento en el cual estén todos ellos en una especie de distracción.
—El único momento es cuando hay cambios de soldados. Eso ocurre cada dos meses.
—¿Los cambian a todos al mismo tiempo?
—Sí. Vienen en grupo desde Tegucigalpa y van relevando a los demás y mientras unos se quitan de sus puestos otros los van llenando de inmediato. Al llegar al pueblo sólo vienen como quince que son los últimos a relevar: los que lo cuidan a él y los que cuidan la mina. Los otros se van juntando en el puente de entrada y cuando están todos juntos vuelven a salir en formación hacia Tegucigalpa.
—Está todo bien elaborado ¿No?
—Sí. Pero la ventaja es que los nuevos aún no conocen muy bien el terreno y podrían hasta confundirse con lo de los bombazos. Ya sabe, padre, actuar casi por instinto.
La idea parecía buena.
—¿Y cuándo es el próximo cambio de guardia?
—El último –interrumpió Susana— fue hace apenas hace veinte días más o menos.
Aquello pareció desinflar un poco a José de la Cruz. Tendrían que esperar más de cuarenta días antes de actuar. Sería una cuaresma demasiado larga. Le pareció algo profético aquello: cuarenta días como los días del Señor en el desierto.
—Por lo menos, hijos –les dijo con una semi sonrisa—, tendremos tiempo para prepararnos bien. Jerusalén— se volvió al esposo— no les comentes nada a las personas que has seleccionado. Podrían desesperarse o caer en alguna plática impropia antes y todo se vendría abajo. Sondéalos durante todos estos días y ya veremos. Una semana antes de que lleguen los nuevos soldados se les pondrá en alerta ¿Está bien?
—Así será, padre.
—Otra cosa, no comenten nada enfrente de los niños. A veces ellos comentan entre sí y también es peligros se filtre información.
—No se preocupe, padre. Ni nosotros hablaremos del tema –dijo la mujer con una sonrisa más sincera y en el fondo de sus ojos parecía haber aparecido una luz de esperanza.

***

Las semanas siguientes todo pareció desarrollarse con la misma normalidad que todo se había venido desarrollando durante varios años en el Álamo. El padre, para muchos, se había apegado a la vida del pueblo y era una más en la esclavitud. A todos, incluida la esposa de Carlos Zelaya, les parecía un simple títere en manos de aquel hombre. De vez en cuando los podían ver, en su casa, degustando una copita con aquel hombre.
Eso era parte de la astucia. Lo sabía.
José de la Cruz no tomaba más que vino cuando realizaba la misa, para consagrarlo como sangre de Cristo, pero fingía emborracharse con su interlocutor tomando lo que le daba. Hablaban como viejos amigos y hasta se hacían regalos. Carlos Zelaya le regaló un caballo de sangre pura y él para corresponderle le regaló una biblia nueva con letras de oro en la portada. Cuando se la dio le dijo:
—Es hecha en España y es muy valiosa. Espero que además de su valor histórico pueda usted apreciar su profunda sabiduría.
—Gracias, padre, a mi madre le encantará.
—Al contrario, don Carlos, gracia a usted por haberme recibido en su hogar con tanta bondad.
Eso había ocurrido apenas dos semanas antes de que se realizara la esperada acción del cambio de guardia. Los dos hombres con una copa de meta en las manos, como los viejos romanos, caminaban detrás de lo que se había convertido para José de la Cruz, en su hogar: la vieja escuela. Para entonces ya su amigo la había mandado arreglar para que se sintiera más confortable.
La iglesia estaba a punto de ser terminada. Sólo le faltaban las tejas y dentro de poco serían inauguradas. José de la Cruz esperó que eso sucediera antes de que se llevara a cabo el plan. Por lo menos la gente, cuando terminara aquella prolongada pesadilla, tendría un lugar a donde ir a orar por ellos, por el pueblo y por sus muertos.
—¿Qué le parece, padre? –le preguntó Carlos con su voz aguardentosa señalando la ermita.
Se trataba de un edifico no barroco, porque los constructores sabían de arte lo que él de viajes al espacio, pero era una iglesia bonita. Pequeña, con capacidad para unas cincuenta personas sentadas y quizás unas cien de pie, pero con paredes gruesas y altas. Con un campanario sin campana aún, pero con la esperanza de que, en el futuro, eso cambiara. Puertas altas y gruesas de madera fina que el mismo Carlos había mandado a traer de Tegucigalpa.
—Es un templo magnifico –dijo José de la Cruz con su voz de serpiente—. Le agradezco profundamente por haberlo hecho realidad.
—Ve, padre. Si queriendo se puede.
Y fue en ese momento que casi todo se echa a perder. Quizás fue la emoción de ver terminado el templo y el aire de la tarde que lo empujó a cometer la siguiente imprudencia. En realidad, la motivó el ver a uno de los soldados orinar sobre la pared trasera del templo. El hombre se había acercado, mirado a todos lados y al ver que no había nadie se fue a hacer su asunto sobre la pared. José de la Cruz consideró aquello una falta de respeto y enrojeció un poco y dijo de mal humor:
—Esa gente no tiene consideración por nada. ¿Por qué hay tantos soldados aquí?
José Carlos se le quedó mirando al no comprender a qué venía el comentario, arrugó el entrecejo y echándose otro trago de alcohol dijo:
—Ellos cuidan la mina.
—Sí, pero… tantos.
De inmediato, como si un interruptor hubiera subido de nuevo en su cabeza, trató de arreglar lo desarreglado:
—Lo siento, hijo, pero… mira.
Le señaló al militar orinado sobre la pared recién encalada.
Carlos José pareció entender el comentario y con una gran carcajada dijo:
—Una meadita, padre, hasta el mismo Jesucristo se la echó ¿No?
Pálido y tratando de que no se le notara la turbación, sonrió también.
Pero aquella sonrisa fue de alivio, no por el comentario hecho acerca de Cristo.
Aquella tarde, cuando se despidió de su amigo, Carlos José, al darle la mano ya no lo hizo con tanta efusividad como otros días. ¿Había captado algo en su voz? Era probable. Quizás se sentía como el amo del perro al ver que su querido amigo muerde a alguien y trata de justificar su acción.
Mientras oraba, aquella noche, José de la Cruz, volvió a pedirle, como cada noche a Dios, paciencia para mantener la calma en los momentos que se acercaban. También, pidió, por la protección de su persona y de las personas que le ayudarían en el plan de liberación de la esclavitud del pueblo.
Solo de imaginarse lo que iba a ocurrir dentro de poco le hizo acelerar el corazón de una manera peligrosa.
Él no lo sabía, pero estaba viviendo sus últimos días.