El Álamo fue fundado en el año de 1880. Y fue por
pura casualidad, o error. Y aunque eso no existe en la historia de los pueblos,
así fue.
En 1886 el gobierno hondureño creo y promovió el
nuevo código de minería. Muchos, hondureños y extranjeros se sintieron
motivados por algunos artículos del dicho código en los cuales se aseguraba,
mediante ley, que quien encontraba una mina sería dueño del sesenta por ciento
de las ganancias mientras que el resto iría a las arcas del estado. Lo que no
decía, dicho código era que para extraer el mineral encontrado se tenía que
poseer no sólo conocimientos específicos sino maquinaría especial para dicha
labor. En las tierras hondureñas no bastaba con una piocha o una pala para
excavar los minerales y arrancárselos a la tierra.
Motivados, pues, por dichos artículos del código
nuevo miles de hombres, y hasta mujeres acompañadas de su familia emprendían
las tortuosas búsquedas de vetas nuevas. Podríamos decir que aquella nueva ley,
promulgada por el estado, despertó por primera vez una auténtica fiebre del oro
en toda Honduras.
Y es que durante varios siglos los españoles, y
europeos principalmente, habían estado saqueando las riquezas de los pueblos
americanos y llevándoselas descaradamente hacia el viejo continente y los
habitantes de los territorios no tenían derecho a hacerlo. Después de 1821
fueron los mexicanos los que continuaron con el saqueo debido a la supuesta
anexión por beneficio que se había realizado por los políticos de turno. Y poco
a poco, a medida que los métodos de extracción fueron modernizándose también
las formas de apoderarse de dichos metales.
Los movimientos políticos y sociales del siglo
diecinueve podría decirse que se dieron motivados por las riquezas metálicas. A
finales de ese siglo fueron los mismos presidentes de las repúblicas quienes se
hicieron millonarios con dichos tesoros. Las leyes, como ha sido siempre y así
será por secula seculorum, son hechas
por los políticos para beneficiarse a sí mismos. Eso sucedía con las nuevas
leyes de minería. Querían exprimir hasta el último gramo de material de la
tierra y por eso se inventaron nuevas leyes. Marco Aurelio Soto, uno de los
presidentes más ambiciosos de la historia de honduras junto a su primo hermano
Ramón Rosa se dedicaron a “modernizar” el estado de 1876 a 1880. En ese primer
año de mandato fue cuando mostraron sus famosas leyes de minería las cuales
pretendían, muy en el fondo, enriquecerse aún más con el trabajo de los demás.
Al final, dichas leyes fueron beneficiosas pues les dieron riquezas inmensas
que dichos primos gastaron a manos llenas y sin ningún pudor en países
extranjeros. Para el caso el dicho Marco Aurelio Soto murió en París y allá lo
enterraron.
Pero volviendo a la fundación del Álamo, se dio en
el año de 1880, por Pedro Landa de cuarenta y tres años. Dicho personaje,
motivado por la fiebre del oro hondureña se trasladaba, en el mes de julio (que
parece ser el año de los descubrimientos importantes), hacia el valle de
Quimistán en Santa Bárbara donde la famosa mina de Santa Cruz Minas acababa de
ser descubierta y muchos exploradores, sobre todo franceses, se estaban
movilizando hacia allá con la intención de hacerse ricos. Él, convidado por un
primo que hacía un mes se había marchado hacia allá había tomado la decisión de
salir de pobre y emprendido el viaje en julio de mil ochocientos ochenta.
Por motivos económicos había salido un día después
de que un grupo de hombres montados en caballos, carretas cargadas de
herramientas, emprendieran el viaje saliendo de Tegucigalpa. Él salí catorce
horas después montado en un caballo prestado y cargando solamente una piocha y
un machete herrumbroso. Su idea era darle alcance al grupo de hombres porque el
viaje hasta Quimistán era demasiado peligroso en solitario.
Pero le llevaban esas horas de ventaja así que
decidió tomar un atajo internándose por los cerros. Y aunque tuviera que subir
más cuestas y luego bajarlas le pareció a él, según sus cálculos mentales, que
les daría alcancé al anochecer de aquel mismo día.
El problema es que no contaba con la falta de
caminos y la espesa vegetación con la cual se iba a enfrentar.
Llegó entonces, después de una larga galopada, a
una curva en el camino y mirando que allí la vegetación era poca y posiblemente
el punto exacto donde, yendo en línea recta alcanzaría a sus compañeros de
viaje, se internó entre la maleza. Apenas llevaba un par de horas cuando se
tuvo que bajar de la montura y abrirse paso a machetazos. Las ramas de los
árboles se entrelazaban y el monte bajo era casi impenetrable.
Tuvo bastante tiempo, durante toda aquella mañana,
para maldecirse a sí mismo por dicha, estúpida, decisión y se convenció de que
su madre, a fin de cuentas, si había criado un tarado. Mientras más ramas
cortaba con su machete, más aparecían en su camino. Sudado y con los brazos
arañados por las zarzas se sentó a almorzar porque el sol quemaba y el estómago
exigía. Mientras almorzaba, le pareció escuchar el rumor de agua corriendo. Eso
lo animó un poco. Eso significaba que había algún río, riachuelo o quebrada
corriendo allá abajo y se podía guiar por él. Seguiría su curso y llegaría,
seguramente, a encontrar de nuevo la calle principal.
Después del almuerzo siguió con su avance. Avance
que era lento y molesto por las ramas bajas. Llegó la tarde y aún nada de río,
riachuelo o quebrada. Y cuando el sol ya estaba a punto de ocultarse en entre
las copas de los árboles decidió acampar. Por lo menos buscar un pequeño claro
donde pasar la noche. A dormir en el campo, a pesar de los animales salvajes que
pudiera haber, no le asustaba. Lo que si le tenía preocupado era no poder
llegar a su destino. Se imaginaba a sus compañeros de viaje también preparándose
para dormir allá del otro lado de los cerros y eso le molestaba un montón.
Quizás si no hubiera abandonado el sendero abierto por lo hombres. Quizás ya
los hubiera alcanzado. Pero su mente funcionaba así. Era un simple campesino,
rústico de pensamiento que apenas sí había aprendido a leer.
Bajó, pues, unos cuantos metros aquella ladera que
parecía no querer terminar y por fin vio la quebrada. Allí abajo, como su oído
se lo había anunciado a la hora del almuerzo había un lecho de agua cristalina
que corría entre matorrales, piedras y tierra húmeda. No era más que una
quebrada de unos tres metros de ancho, pero una quebrada siempre va a caer a
algún río y donde hay un río siempre, siempre hay algún puente o por lo menos
una comunidad.
Se acomodó lo mejor que pudo en una especie de
playa formada por las crecidas y se preparó a descansar alrededor de una
pequeña fogata. Dejó que su montura paseara libremente después de beber agua de
la quebrada mientras él se tendía boca a arriba a meditar su situación. No era
desesperada porque aún podía volver a Tegucigalpa. Estaba muy cerca. Ya en
Tegucigalpa podría esperar a otro grupo de futuros mineros y salir con ellos a
dónde fuera. Lo importante era mantenerse en movimiento. Hacer unos cuantos
pesos.
Recordó, por asociación, lo de los pesos que había
pedido prestados el día anterior. Motivo por el cual no había partido con el
grupo de mineros que estaban del otro lado de aquellos cerros. ¿Cómo podría
pagar dicha deuda si estaba extraviado? Con dichos pesos se había comprado el
caballo, la piocha y el machete y por supuesto algo de aprovisionamiento. No,
volver a Tegucigalpa no era una opción.
Miró hacia el cielo y le envió a Dios una plegaría.
Las estrellas, desde arriba, no le dijeron nada porque sólo suelen parpadear y
seguir mudas en su lecho negro. Pero de todas maneras no podía hacer mucho así
que siempre hizo su oración.
Pedro Landa tenía, como ya dijimos, cuarenta y tres
años de edad y no se había acompañado con ninguna mujer porque estaba
convencido de que sin pesos no había felicidad posible. Veía a sus compañeros
contemporáneos del pueblo y se la pasaban trabajando de sol a sol la tierra y
sin ningún avance, esa no era una vida para alguien como él.
Antes de dormirse, arrullado por el agua de la
quebrada y por el agradable calor de la hoguera se prometió seguir adelante
solo, pasara lo que pasara. El camino había comenzado y aquello sólo era una
pequeña bifurcación. Eran casi las once de la noche cuando cerró los ojos.
Se despertó a esa hora de la madrugada en la cual
suelen despertarse muchísimas personas: las tres. Una urgente necesidad de
orinar lo llevó a salir del cálido cobijo de las mantas. Dio unos cinco pasos
en dirección a la quebrada y allí orinó experimentando un gran alivio y un frío
cortante. Había frío y tembló un poco antes de terminar.
Antes de volver a la calidez de su lecho notó que
la luna casi llena estaba sobre las copas de los árboles. Era una especie de
moneda blanca flotando allá arriba. Miró, primero hacia las alturas y luego
hacia la quebrada. El agua reflejaba la luz en ondas largas y móviles. Se subió
la cremallera del pantalón y cuando se giró, por el rabillo del ojo le pareció
ver brillar algo sobre la arena de la diminuta playa.
Se volvió para observar mejor ese extraño brillo.
Se trataba de una especie de guijarro que reflejaba la luz de la luna. Se
agachó y lo tomó. A la luz de la luna era una simple especie de piedra del
tamaño de una uva pequeña. La miró varias veces tratando de identificar de qué
se trataba, pero pronto perdió el interés. En la noche todos los gatos son
pardos y aquella piedra no tenía nada de particular. Quizás a la luz del día.
Se la metió en la bolsa de la camisa prometiéndose echarle un ojo por la
mañana.
Regresó a su lecho y descubrió que ya no podía volver
a dormir. Así que estuvo dando vueltas de un lado al otro, cerrando los ojos y
tratando de recuperar el sopor. Nada. Al final volvió a encender la fogata y se
puso a hacer café en una lata vieja.
La mañana le descubrió preparando el desayuno y
tomando café caliente.
Poco a poco el día se fue desentumiendo y a su
alrededor fueron apareciendo las cosas en su verdadera forma. Estaba a la
orilla de la quebrada sí, pero la vegetación era cerrada y casi extraña. Había
pinos, robles, encinos y miles de especies que buscaban la proximidad del agua.
Él, por fortuna había encontrado un claro, porque la quebrada parecía metida
bajo un túnel de vegetación que se extendía mirara hacia abajo o hacia arriba.
Todo era silencioso y sólo el canto del agua en su lecho parecía romper aquel
silencio.
Pedro Landa miró a su montura. Ésta estaba echada
junto a un roble y lo miraba con melancolía.
“Ya nos vamos a ir” le dijo con una sonrisa.
El animal al escuchar la voz de su nuevo amo se
puso en pie y sacudió la cola. Se puso a rascarse sobre el tronco del roble con
lo cual las hojas de éste comenzaron a vibrar y a caer unas cuantas.
Pedro terminó de comer, lavó los cacharros y se le
ocurrió mientras lo hacía que quería darse un baño. Con dicho objetivo comenzó
a quitarse la ropa. Comenzó por las botas que no se había quitado para dormir y
de inmediato fue por los botones de la camisa. Ya la tenía desabotonada y
estaba a punto de quitársela cuando al pasar la mano por el pecho sintió un
bultito en la bolsa. Buscó y sacó.
En ese momento, cuando vio el objeto, por la mente
de Pedro Landa pasaron miles de ideas, pero una predominaba: la de la riqueza.
Lo que tenía en la mano, si sus ojos no lo engañaban era plata.
La miró más, le dio un mordisco. La volvió a mirar
y se puso a tratar de organizar sus ideas. Aquello era un prodigio. Él iba
hacia una mina, se había extraviado y había encontrado plata. Aquello no podía
ser una simple casualidad. ¿O sí?
De inmediato, y tratando de hacerlo con paciencia,
tenía todo el tiempo del mundo, buscó el lugar exacto donde había encontrado
aquella pepita. Lo encontró, se agachó y con ojos ansiosos se puso a buscar
más. No había nada. Pero no se sintió decepcionado. Al contrario, aquello sólo
era una señal. Allí cerca había una mina sin explotar.
Se volvió a poner las botas, a abrocharse la camisa
y fue por su machete y su piocha.
Durante toda la mañana estuvo rastreando a la
orilla de la quebrada posibles vetas y cuando llegó el medio día el claro
estaba más amplio y yacían aquí y allá ramas y arboles medianos tronchados. No
se detuvo ni a comer, tan ansioso estaba con la idea de volverse rico allí
mismo.
Aquella tarde, el claro estaba diez veces más
grande que cuando llegara la noche anterior. Buscó por los alrededores del
claro nuevo y el viejo, por la orilla de la quebrada y nada. Le dio vueltas a
las piedras más grandes y nada. Varios cangrejos de agua dulce le amenazaron
con sus pinzas levantadas, pero no le importó, siguió su búsqueda.
Cuando llegó la oscuridad de la noche y no pudo
seguir buscando por la carencia de luz volvió a encender la hoguera, preparó la
comida y comió casi sin hambre mientras miraba hacia arriba de los cerros. Se
le estaba cruzando la idea de que aquel trozo de planta bien podría haberse
desprendido de algún sitio sobre las faldas de las colinas que tenía enfrente.
Sí era así tendría un trabajo arduo.
Aquella noche casi no pudo dormir pensando en las
riquezas y en las posibilidades que esto le abrían a su futuro. Por fin podría
vivir holgadamente y sin tener que trabajar hasta morir como la mayoría de
campesinos en el campo. Por fin podría buscarse una mujer y tener hijos.
Un poco desvelado, pero motivado por la perspectiva
de la riqueza empezó su jornada a las cinco de la madrugada preparando el
desayuno y afilando el machete. Comenzaría a ir hacia arriba en la colina.
Posiblemente su idea de que aquello no provenía de la quebrada sino de arriba
no era tan descabellada. Visualizó aquel pedazo de plata en sus manos
recorriendo, a través de los años metros y metros colina abajo, viniendo desde
su yacimiento.
Estuvo trabajando durante más de cinco días en los
alrededores y cuando se le acabó la comida comenzó a comer cangrejos de la
quebrada. Los animalitos ya no levantaban las pinzas al ser molestados, sino
que huían al verlo acercarse.
Y no fue hasta el sexto día que dio con la veta.
Como su mente se lo había dicho, aquel trozo de
plata se había desprendido de uno de los cerros que estaban a un lado de la
quebrada, pero no tan cerca. Dicho cerro estaba a unos trescientos metros de la
quebrada con lo cual después de haber limpiado dicha zona como un poseso,
enflaquecido y casi famélico, había dado con ella. Se trataba de una especie de
arranque realizado por la naturaleza hacía cienes, quizás miles de años y la
veta estaba asomándose como se asomaría un nervio con ramificaciones muy finas
sobre la tierra rojiza y unas matas de monte cubriéndola.
Pedro Landa se hincó ante la veta y casi se vuelve
loco de alegría. Y también de codicia.
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