miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 3



El Álamo fue fundado en el año de 1880. Y fue por pura casualidad, o error. Y aunque eso no existe en la historia de los pueblos, así fue.
En 1886 el gobierno hondureño creo y promovió el nuevo código de minería. Muchos, hondureños y extranjeros se sintieron motivados por algunos artículos del dicho código en los cuales se aseguraba, mediante ley, que quien encontraba una mina sería dueño del sesenta por ciento de las ganancias mientras que el resto iría a las arcas del estado. Lo que no decía, dicho código era que para extraer el mineral encontrado se tenía que poseer no sólo conocimientos específicos sino maquinaría especial para dicha labor. En las tierras hondureñas no bastaba con una piocha o una pala para excavar los minerales y arrancárselos a la tierra.
Motivados, pues, por dichos artículos del código nuevo miles de hombres, y hasta mujeres acompañadas de su familia emprendían las tortuosas búsquedas de vetas nuevas. Podríamos decir que aquella nueva ley, promulgada por el estado, despertó por primera vez una auténtica fiebre del oro en toda Honduras.
Y es que durante varios siglos los españoles, y europeos principalmente, habían estado saqueando las riquezas de los pueblos americanos y llevándoselas descaradamente hacia el viejo continente y los habitantes de los territorios no tenían derecho a hacerlo. Después de 1821 fueron los mexicanos los que continuaron con el saqueo debido a la supuesta anexión por beneficio que se había realizado por los políticos de turno. Y poco a poco, a medida que los métodos de extracción fueron modernizándose también las formas de apoderarse de dichos metales.
Los movimientos políticos y sociales del siglo diecinueve podría decirse que se dieron motivados por las riquezas metálicas. A finales de ese siglo fueron los mismos presidentes de las repúblicas quienes se hicieron millonarios con dichos tesoros. Las leyes, como ha sido siempre y así será por secula seculorum, son hechas por los políticos para beneficiarse a sí mismos. Eso sucedía con las nuevas leyes de minería. Querían exprimir hasta el último gramo de material de la tierra y por eso se inventaron nuevas leyes. Marco Aurelio Soto, uno de los presidentes más ambiciosos de la historia de honduras junto a su primo hermano Ramón Rosa se dedicaron a “modernizar” el estado de 1876 a 1880. En ese primer año de mandato fue cuando mostraron sus famosas leyes de minería las cuales pretendían, muy en el fondo, enriquecerse aún más con el trabajo de los demás. Al final, dichas leyes fueron beneficiosas pues les dieron riquezas inmensas que dichos primos gastaron a manos llenas y sin ningún pudor en países extranjeros. Para el caso el dicho Marco Aurelio Soto murió en París y allá lo enterraron.
Pero volviendo a la fundación del Álamo, se dio en el año de 1880, por Pedro Landa de cuarenta y tres años. Dicho personaje, motivado por la fiebre del oro hondureña se trasladaba, en el mes de julio (que parece ser el año de los descubrimientos importantes), hacia el valle de Quimistán en Santa Bárbara donde la famosa mina de Santa Cruz Minas acababa de ser descubierta y muchos exploradores, sobre todo franceses, se estaban movilizando hacia allá con la intención de hacerse ricos. Él, convidado por un primo que hacía un mes se había marchado hacia allá había tomado la decisión de salir de pobre y emprendido el viaje en julio de mil ochocientos ochenta.
Por motivos económicos había salido un día después de que un grupo de hombres montados en caballos, carretas cargadas de herramientas, emprendieran el viaje saliendo de Tegucigalpa. Él salí catorce horas después montado en un caballo prestado y cargando solamente una piocha y un machete herrumbroso. Su idea era darle alcance al grupo de hombres porque el viaje hasta Quimistán era demasiado peligroso en solitario.
Pero le llevaban esas horas de ventaja así que decidió tomar un atajo internándose por los cerros. Y aunque tuviera que subir más cuestas y luego bajarlas le pareció a él, según sus cálculos mentales, que les daría alcancé al anochecer de aquel mismo día.
El problema es que no contaba con la falta de caminos y la espesa vegetación con la cual se iba a enfrentar.
Llegó entonces, después de una larga galopada, a una curva en el camino y mirando que allí la vegetación era poca y posiblemente el punto exacto donde, yendo en línea recta alcanzaría a sus compañeros de viaje, se internó entre la maleza. Apenas llevaba un par de horas cuando se tuvo que bajar de la montura y abrirse paso a machetazos. Las ramas de los árboles se entrelazaban y el monte bajo era casi impenetrable.
Tuvo bastante tiempo, durante toda aquella mañana, para maldecirse a sí mismo por dicha, estúpida, decisión y se convenció de que su madre, a fin de cuentas, si había criado un tarado. Mientras más ramas cortaba con su machete, más aparecían en su camino. Sudado y con los brazos arañados por las zarzas se sentó a almorzar porque el sol quemaba y el estómago exigía. Mientras almorzaba, le pareció escuchar el rumor de agua corriendo. Eso lo animó un poco. Eso significaba que había algún río, riachuelo o quebrada corriendo allá abajo y se podía guiar por él. Seguiría su curso y llegaría, seguramente, a encontrar de nuevo la calle principal.
Después del almuerzo siguió con su avance. Avance que era lento y molesto por las ramas bajas. Llegó la tarde y aún nada de río, riachuelo o quebrada. Y cuando el sol ya estaba a punto de ocultarse en entre las copas de los árboles decidió acampar. Por lo menos buscar un pequeño claro donde pasar la noche. A dormir en el campo, a pesar de los animales salvajes que pudiera haber, no le asustaba. Lo que si le tenía preocupado era no poder llegar a su destino. Se imaginaba a sus compañeros de viaje también preparándose para dormir allá del otro lado de los cerros y eso le molestaba un montón. Quizás si no hubiera abandonado el sendero abierto por lo hombres. Quizás ya los hubiera alcanzado. Pero su mente funcionaba así. Era un simple campesino, rústico de pensamiento que apenas sí había aprendido a leer.
Bajó, pues, unos cuantos metros aquella ladera que parecía no querer terminar y por fin vio la quebrada. Allí abajo, como su oído se lo había anunciado a la hora del almuerzo había un lecho de agua cristalina que corría entre matorrales, piedras y tierra húmeda. No era más que una quebrada de unos tres metros de ancho, pero una quebrada siempre va a caer a algún río y donde hay un río siempre, siempre hay algún puente o por lo menos una comunidad.
Se acomodó lo mejor que pudo en una especie de playa formada por las crecidas y se preparó a descansar alrededor de una pequeña fogata. Dejó que su montura paseara libremente después de beber agua de la quebrada mientras él se tendía boca a arriba a meditar su situación. No era desesperada porque aún podía volver a Tegucigalpa. Estaba muy cerca. Ya en Tegucigalpa podría esperar a otro grupo de futuros mineros y salir con ellos a dónde fuera. Lo importante era mantenerse en movimiento. Hacer unos cuantos pesos.
Recordó, por asociación, lo de los pesos que había pedido prestados el día anterior. Motivo por el cual no había partido con el grupo de mineros que estaban del otro lado de aquellos cerros. ¿Cómo podría pagar dicha deuda si estaba extraviado? Con dichos pesos se había comprado el caballo, la piocha y el machete y por supuesto algo de aprovisionamiento. No, volver a Tegucigalpa no era una opción.
Miró hacia el cielo y le envió a Dios una plegaría. Las estrellas, desde arriba, no le dijeron nada porque sólo suelen parpadear y seguir mudas en su lecho negro. Pero de todas maneras no podía hacer mucho así que siempre hizo su oración.
Pedro Landa tenía, como ya dijimos, cuarenta y tres años de edad y no se había acompañado con ninguna mujer porque estaba convencido de que sin pesos no había felicidad posible. Veía a sus compañeros contemporáneos del pueblo y se la pasaban trabajando de sol a sol la tierra y sin ningún avance, esa no era una vida para alguien como él.
Antes de dormirse, arrullado por el agua de la quebrada y por el agradable calor de la hoguera se prometió seguir adelante solo, pasara lo que pasara. El camino había comenzado y aquello sólo era una pequeña bifurcación. Eran casi las once de la noche cuando cerró los ojos.
Se despertó a esa hora de la madrugada en la cual suelen despertarse muchísimas personas: las tres. Una urgente necesidad de orinar lo llevó a salir del cálido cobijo de las mantas. Dio unos cinco pasos en dirección a la quebrada y allí orinó experimentando un gran alivio y un frío cortante. Había frío y tembló un poco antes de terminar.
Antes de volver a la calidez de su lecho notó que la luna casi llena estaba sobre las copas de los árboles. Era una especie de moneda blanca flotando allá arriba. Miró, primero hacia las alturas y luego hacia la quebrada. El agua reflejaba la luz en ondas largas y móviles. Se subió la cremallera del pantalón y cuando se giró, por el rabillo del ojo le pareció ver brillar algo sobre la arena de la diminuta playa.
Se volvió para observar mejor ese extraño brillo. Se trataba de una especie de guijarro que reflejaba la luz de la luna. Se agachó y lo tomó. A la luz de la luna era una simple especie de piedra del tamaño de una uva pequeña. La miró varias veces tratando de identificar de qué se trataba, pero pronto perdió el interés. En la noche todos los gatos son pardos y aquella piedra no tenía nada de particular. Quizás a la luz del día. Se la metió en la bolsa de la camisa prometiéndose echarle un ojo por la mañana.
Regresó a su lecho y descubrió que ya no podía volver a dormir. Así que estuvo dando vueltas de un lado al otro, cerrando los ojos y tratando de recuperar el sopor. Nada. Al final volvió a encender la fogata y se puso a hacer café en una lata vieja.
La mañana le descubrió preparando el desayuno y tomando café caliente.
Poco a poco el día se fue desentumiendo y a su alrededor fueron apareciendo las cosas en su verdadera forma. Estaba a la orilla de la quebrada sí, pero la vegetación era cerrada y casi extraña. Había pinos, robles, encinos y miles de especies que buscaban la proximidad del agua. Él, por fortuna había encontrado un claro, porque la quebrada parecía metida bajo un túnel de vegetación que se extendía mirara hacia abajo o hacia arriba. Todo era silencioso y sólo el canto del agua en su lecho parecía romper aquel silencio.
Pedro Landa miró a su montura. Ésta estaba echada junto a un roble y lo miraba con melancolía.
“Ya nos vamos a ir” le dijo con una sonrisa.
El animal al escuchar la voz de su nuevo amo se puso en pie y sacudió la cola. Se puso a rascarse sobre el tronco del roble con lo cual las hojas de éste comenzaron a vibrar y a caer unas cuantas.
Pedro terminó de comer, lavó los cacharros y se le ocurrió mientras lo hacía que quería darse un baño. Con dicho objetivo comenzó a quitarse la ropa. Comenzó por las botas que no se había quitado para dormir y de inmediato fue por los botones de la camisa. Ya la tenía desabotonada y estaba a punto de quitársela cuando al pasar la mano por el pecho sintió un bultito en la bolsa. Buscó y sacó.
En ese momento, cuando vio el objeto, por la mente de Pedro Landa pasaron miles de ideas, pero una predominaba: la de la riqueza. Lo que tenía en la mano, si sus ojos no lo engañaban era plata.
La miró más, le dio un mordisco. La volvió a mirar y se puso a tratar de organizar sus ideas. Aquello era un prodigio. Él iba hacia una mina, se había extraviado y había encontrado plata. Aquello no podía ser una simple casualidad. ¿O sí?
De inmediato, y tratando de hacerlo con paciencia, tenía todo el tiempo del mundo, buscó el lugar exacto donde había encontrado aquella pepita. Lo encontró, se agachó y con ojos ansiosos se puso a buscar más. No había nada. Pero no se sintió decepcionado. Al contrario, aquello sólo era una señal. Allí cerca había una mina sin explotar.
Se volvió a poner las botas, a abrocharse la camisa y fue por su machete y su piocha.
Durante toda la mañana estuvo rastreando a la orilla de la quebrada posibles vetas y cuando llegó el medio día el claro estaba más amplio y yacían aquí y allá ramas y arboles medianos tronchados. No se detuvo ni a comer, tan ansioso estaba con la idea de volverse rico allí mismo.
Aquella tarde, el claro estaba diez veces más grande que cuando llegara la noche anterior. Buscó por los alrededores del claro nuevo y el viejo, por la orilla de la quebrada y nada. Le dio vueltas a las piedras más grandes y nada. Varios cangrejos de agua dulce le amenazaron con sus pinzas levantadas, pero no le importó, siguió su búsqueda.
Cuando llegó la oscuridad de la noche y no pudo seguir buscando por la carencia de luz volvió a encender la hoguera, preparó la comida y comió casi sin hambre mientras miraba hacia arriba de los cerros. Se le estaba cruzando la idea de que aquel trozo de planta bien podría haberse desprendido de algún sitio sobre las faldas de las colinas que tenía enfrente. Sí era así tendría un trabajo arduo.
Aquella noche casi no pudo dormir pensando en las riquezas y en las posibilidades que esto le abrían a su futuro. Por fin podría vivir holgadamente y sin tener que trabajar hasta morir como la mayoría de campesinos en el campo. Por fin podría buscarse una mujer y tener hijos.
Un poco desvelado, pero motivado por la perspectiva de la riqueza empezó su jornada a las cinco de la madrugada preparando el desayuno y afilando el machete. Comenzaría a ir hacia arriba en la colina. Posiblemente su idea de que aquello no provenía de la quebrada sino de arriba no era tan descabellada. Visualizó aquel pedazo de plata en sus manos recorriendo, a través de los años metros y metros colina abajo, viniendo desde su yacimiento.
Estuvo trabajando durante más de cinco días en los alrededores y cuando se le acabó la comida comenzó a comer cangrejos de la quebrada. Los animalitos ya no levantaban las pinzas al ser molestados, sino que huían al verlo acercarse.
Y no fue hasta el sexto día que dio con la veta.
Como su mente se lo había dicho, aquel trozo de plata se había desprendido de uno de los cerros que estaban a un lado de la quebrada, pero no tan cerca. Dicho cerro estaba a unos trescientos metros de la quebrada con lo cual después de haber limpiado dicha zona como un poseso, enflaquecido y casi famélico, había dado con ella. Se trataba de una especie de arranque realizado por la naturaleza hacía cienes, quizás miles de años y la veta estaba asomándose como se asomaría un nervio con ramificaciones muy finas sobre la tierra rojiza y unas matas de monte cubriéndola.
Pedro Landa se hincó ante la veta y casi se vuelve loco de alegría. Y también de codicia.

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