El descubrimiento de Pedro Landa fue en julio de
mil ochocientos ochenta y ya para septiembre se había abierto una carretera y
comenzaban las excavaciones por parte del gobierno.
Como ya les había explicado, el dichoso artículo de
la ley de minería decía que las personas podían quedarse con el sesenta por
ciento de lo extraído, pero no explicaba que para extraer dicho material se
necesitaba una concesión especial del gobierno, maquinaría y personal
especializado.
Cuando Pedro Landa declaró su mina ese mismo mes y
año de inmediato fue requerido por el gobierno central para explicarle que
dichos terrenos pertenecían al estado y, por lo tanto, dicho mineral pertenecía
al estado. Se le daría dos cosas a cambio de tan “valioso” descubrimiento: el
cinco por ciento de lo que se sacara y las propiedades aledañas a unos dos
kilómetros del lugar que él consideraría a partir de ese momento como su
propiedad a perpetuidad.
No estaba tan mal el negocio, aunque hubiera
preferido, claro está, que el gobierno hubiera respetado el trato y que
adjuntara esa nota en la dichosa ley donde dijera que quien encontraba la mina
sólo se quedaría con el cinco por ciento y una cuanta tierra mientras lo demás
se lo robaba el gobierno. Cuando lo dijo el encargado del gobierno que lo había
mandado llamar, aquel sólo emitió una sonrisa sarcástica.
Al final se quedó con lo que el gobierno le daba
que tampoco era despreciable y mientras tanto fue cercando lo que de allí en
adelante sería conocido como lo de los Landa. Mandó construir un cerco de
piedra de un metro de alto en las cercanías de su descubrimiento y alrededor de
la mayoría de dichos terrenos. Al final abarcó más de tres mil manzanas que
lógicamente eran puros cerros cubiertos de pinos, robles, encino y otras
maderas preciosas.
Los terrenos de los Landa comenzaban justo donde la
carretera nueva entraba a la nueva población y se extendía por sobre los cerros
aledaños hasta llegar un poco más allá donde aquella quebrada caía en un
caudaloso río. Para apaciguar un poco a don Pedro Landa que parecía rabiar cada
vez que recordaba la riqueza encontrada le construyeron una carretera, por el
otro lado de la montaña y que llegaba hasta el río donde con los días, y lo más
alejado de la mina, construyó una hacienda. Al lugar le llamó El Ocotal.
A finales de ese año, don Pedro, con su nueva
riqueza, pero siempre rumiando la perdida decidió buscar un abogado para que le
aconsejara. Dicho abogado vivía en Tegucigalpa, era de origen italiano y tenía
una hija de treinta y seis años, viuda y de buen ver.
Don Pedro Landa se enamoró de inmediato de la
mujer, contrató al abogado para ponerle una querella al gobierno, y se casó
ella. El abogado italiano no tuvo ningún inconveniente al darle la mano de su
hija, con una enorme sonrisa de satisfacción, y de llevar el caso contra el
gobierno.
La boda, entonces, se llevó a cabo un veinticuatro
de diciembre y la demanda se estableció el veinticinco del mismo mes. El
enamorado esposo llevó a su guapísima mujer a la nueva casa en El Ocotal y
comenzó su vida conyugal, la cual sólo duró una semana. El treinta y uno de
diciembre de ese mismo año, mientras se encontraba arreando unas vacas en sus
terrenos, fue asesinado por alguien oculto entre los árboles.
Dos meses después, a su esposa le llegó una nota
anónima en la cual se le ofrecía lo mismo si no quitaba la querella contra el
gobierno y ella lo hizo por una sola razón: estaba embarazada.
Cuando nació el niño, la mujer, decidió irse para
Italia para evitar problemas posteriores con el gobierno de turno. Su padre, viejo
y cansado, le aseguró que ya no iba a tener problemas y le mandó a validar
escrituras y demás posesiones a nombre del hijo por cualquier eventualidad. El
gobierno, valga la honradez, depositaba en una cuenta especial de la viuda el
cinco por ciento de las ganancias de la mina. Hay que ser justos al respecto.
***
Para un gobierno, con todos los poderes en sus
manos, era (y en muchos casos aún es), muy fácil mandar a quitar un estorbo
como un simple hombre de su camino. El presidente de turno directamente dio la
orden a su agregado militar con estas palabras: “nadie demanda al estado y
sigue viviendo”.
La orden fue recibida con satisfacción porque el
agregado militar pensaba lo mismo.
En aquella época las noticias de esta índole ni
siquiera llegaban a saberse y los organismos del estado actuaban con total
libertad. Y aunque alguien lo supiera, no se atrevería a denunciarlo ni
anunciarlo so pena de muerte. Así era en aquel tiempo. Ahora es el dinero el
que mueve las noticias, un tipo de mordaza más eficaz que aquella.
El descubridor de la mina de plata, entonces, don
Pedro Landa, se perdió en el olvido y sólo sus descendientes más tarde le
guardarían cierto respeto a su pariente. Pero quien se proclamó descubridor de
la rica veta fue Patricio Zelaya quien en mil ochocientos ochenta fuera
designado directamente por el presidente para dirigir los trabajos de la
explotación. El muchacho, en aquella época sólo tenía veinticinco años y
acababa de tener su segundo hijo, se trasladó hacia el lugar con toda su familia.
Su esposa, Mariana Gómez, de veintitrés años
llevaba en brazos dos objetos: en el regazo a su nueva bebé y en la otra mano
una planta de álamo pequeñita en maceta que le había regalado su madre antes de
salir de Tegucigalpa. Así llegaron al nuevo lugar que estrenaba carretera
montados sobre una carreta de lujo y caballos de raza.
“¿Y cómo le llamaremos a este lugar?” había
preguntado la esposa.
El muchacho tomó al niño de cuatro años que iba
sentado sobre unos bultos y mirándole le preguntó lo mismo que su esposa. El
niño no escuchó la pregunta, sino que miró a su madre con el arbolito en una
mano y se lo pidió. Entonces, como una iluminación cuasi profética, el nuevo
jefe de la mina dijo:
“Se llamará El Álamo”
Y así fue llamado desde aquel día. Más adelante,
cuando la gente se preguntaba el motivo por el cual le habían puesto así a
aquel lugar, contaban varias versiones y nadie la verdadera.
El Álamo, entonces, comenzó a funcionar como pueblo
y como mina el mismo año en el cual fue descubierto.
La familia Zelaya Gómez mandó construir su casa en
las inmediaciones de la mina, a unos trescientos metros, justo donde una cuesta
comenzaba y llevaba hacia la boca de la misma. Allá, cerca de la boca de la
mina, unas veinte casuchitas de madera y zinc se diseminaban hasta bajar por la
derecha de la boca de lo que poco a poco se convirtió en un inmenso boquete,
hasta llegar a la quebrada justo en lo que había sido el claro donde Pedro
Landa pasara aquella semana en completo éxtasis de búsqueda. Así pues, primero era
la mina, después las casitas de los empleados, después, bajando la cuesta, la
mansión de los Zelaya Gómez.
Pero poco a poco, los mineros comenzaron a traer a
sus familias, y la población, de manera natural se fue extendiendo por la
orilla de la quebrada, justo enfrente de la mina y a pocos metros de la casa de
los Zelaya. En menos de diez años, de ser una simple mina se convirtió en un
pueblo de más de quinientos habitantes y para cuando llegó el nuevo siglo ya
alcanzaba los mil doscientos. Las casas se esparcían por todos los alrededores
llegando a ocupar todo el espacio del pequeño valle que naturalmente se formaba
al pie de aquellos cerros.
Como es natural, la maleza de los alrededores se
extinguió a una prisa acelerada pues la leña era ocupada para las cocinas. Pero
jamás penetraron a los terrenos de los Landa. El muro de piedras parecía ser un
muro natural al saqueo. Buscaban, poco a poco, madera más allá de la mina y
siempre la encontraban. Si en aquella época hubiera habido fotografías aéreas
en la imagen hubiera aparecido una especie de claro de forma circular abierto
alrededor de verdes y altos pinos y además ubicado en medio de una docena de
cerros de distintas alturas. Una quebrada pasaba por la orilla y se perdía
internándose debajo de un puente hacia otros cerros hacia el norte.
En mil ochocientos noventa, casi iniciando el
siglo, la mina de plata había dado millones y millones de pesos al estado y ya
se distribuía equitativamente entre los poderosos de la época mientras
disimulaban, como siempre, aquí y allá construyendo una que otra carretera, o
una vía de telégrafos para algunos municipios.
Patricio Zelaya era un buen administrador y
honrado, a pesar de todo, pero su único hijo, parecía tener un carácter muy
distinto al suyo. Los padres, a pesar de vivir como reyes en el lugar no tenían
acceso a la educación de sus hijos más que por medio de tutores y la falta de
compañía de niños de sus mismas edades parecían estar volviéndolos asociales.
Cuando la población empezó a crecer, Patricio vio
con buenos ojos dicho crecimiento y trató de instalar una escuela para los
niños. El dinero daba esa opción. Y después de alguna resistencia por parte de
los mineros que no veían más que pérdida de tiempo el estudio, en mil
novecientos dos, fundó una pequeña escuela y mandó traer un maestro que supiera
inglés y les enseñara a todos los niños de la población por lo menos los
rudimentos de gramática y de aritmética básica de la época. Así, pues, poco a
poco, y en cinco años, muchos niños, además de aprender inglés, a leer, a
escribir y a calcular se vieron beneficiados con un trabajo seguro en las
minas.
Pero cuando en mil ochocientos noventa y siete,
Patricio Zelaya muriera por una caída de un caballo demasiado testarudo, todo
cambió. Por aquella época su hijo Carlos José tenía veintiún años y se hizo
cargo del puesto de su padre por orden expresa del presidente de la república.
El primer cambio, pues, fue el de patrón. La madre lo dejó obrar a su antojo
porque estaba muy dolorida por la muerte del conyugue y la hermana de
diecisiete años no se metía en cuestiones de administración, su vida era la
pintura y en eso se pasaba la vida.
Una de los primeros mandatos del nuevo patrón fue
cerrar la escuela. Los obreros que ya se habían acostumbrado a dicho centro
protestaron un poco, pero no tanto. Además, Carlos José se hizo de su propio
grupo de soldados cuando en el pasado sólo se encontraba un grupo para cuidar
la mina. Se aumentaron las horas de trabajo sin aumentar la paga. Hubo
protestas y los protestantes desaparecieron misteriosamente de la población. La
gente comenzó a tener miedo, como siempre, y aceptaron lo que Dios les mandaba.
Durante la primera década del nuevo siglo el Álamo
se convirtió en una especie de campo de concentración. La plata, como era
natural comenzó a escasear y había que buscarla en las profundidades de las
cuevas casi con lupa. Pero el jefe quería que saliera más plata de la que había
en el lugar.
Hubo unas cuantas protestas más, entonces hubo unas
cuantas desapariciones más y la gente, que para entonces ya había comenzado una
lenta emigración a mejores destinos, comenzó a escasear. Dicho fenómeno no le
convenía a Carlos José entonces prometió pagar un poco más por la jornada de
trabajo. Como es natural todos se entusiasmaron, pero dicho pago parecía irse
acumulando con los años y nunca llegaba.
En mil novecientos nueve, un año antes de la
llegada del padre José de la Cruz, Carlos José Zelaya tenía treinta y tres
años, una esposa y dos hijos y una fama de mujeriego que se conocía hasta en
los círculos más cerrados de la sociedad de Tegucigalpa. Muchos decían que se
daba lujos demasiado caros y que lo hacía con la plata de la mina. Plata que no
declaraba al gobierno y que poco a poco, desde la muerte de su padre acumulaba
en grandes cajones en el sótano de su mansión. Dichos rumores, por supuesto,
habían comenzado en algún momento y a él le hubiera gustado agarrar al
iniciador para cortarle la garganta.
Sus hijos, una niña y un niño apenas si le veían y
su esposa, una mujer de ciudad, se aburría de lo lindo metida en su mansión.
Tanto que a boca de algunos ya habían comenzado a circular historias en las
cuales, María Sagastume Bonilla, la esposa de José Zelaya, tenía amoríos con un
trabajador de la mina. Las relaciones, en la familia, entonces, eran muy tensas
y preferían no estar cerca para evitar las guerras. A pesar de que su mujer era
hija de un hombre muy poderoso en Tegucigalpa a veces a José le daban ganas de
mandar a uno de sus policías especiales a hacer un trabajo especial con ella.
Pero no podía, algo le detenía.
Lo cierto era que, en efecto, José Zelaya, desde
hacía más de cinco años había estado robando dinero de la mina, pero no lo
tenía guardado en cofres debajo de la casa (qué más quisiera), simplemente cada
vez que iba a Tegucigalpa se juntaba con mujeres hermosas y con amigos
apostadores. Había perdido inmensas fortunas en el juego y ni siquiera había
ganado una propia. Pero para él, apostar era una especie de droga suprema que
lo impulsaba a seguir adelante en una vida que para él había comenzado a ser
monótona. Su idea era ganar, en alguna de aquellas apuestas, una inmensa
fortuna y largarse del país sin mujer ni hijos que sólo eran un estorbo.
La mina, también, lo sabía, estaba en las últimas y
si no encontraban una nueva veta pronto sería cerrada y su fortuna arruinada.
Todo eso, sobre todo la impertinencia de los trabajadores que le exigían el
aumento prometido lo tenía hasta la coronilla y un día de aquellos daría la
orden a su grupo de cinco militares privados que los callara para siempre.
Ese era
el panorama el año mil novecientos diez cuando José de la Cruz entró al Álamo.
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