miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 4





El descubrimiento de Pedro Landa fue en julio de mil ochocientos ochenta y ya para septiembre se había abierto una carretera y comenzaban las excavaciones por parte del gobierno.

Como ya les había explicado, el dichoso artículo de la ley de minería decía que las personas podían quedarse con el sesenta por ciento de lo extraído, pero no explicaba que para extraer dicho material se necesitaba una concesión especial del gobierno, maquinaría y personal especializado.

Cuando Pedro Landa declaró su mina ese mismo mes y año de inmediato fue requerido por el gobierno central para explicarle que dichos terrenos pertenecían al estado y, por lo tanto, dicho mineral pertenecía al estado. Se le daría dos cosas a cambio de tan “valioso” descubrimiento: el cinco por ciento de lo que se sacara y las propiedades aledañas a unos dos kilómetros del lugar que él consideraría a partir de ese momento como su propiedad a perpetuidad.

No estaba tan mal el negocio, aunque hubiera preferido, claro está, que el gobierno hubiera respetado el trato y que adjuntara esa nota en la dichosa ley donde dijera que quien encontraba la mina sólo se quedaría con el cinco por ciento y una cuanta tierra mientras lo demás se lo robaba el gobierno. Cuando lo dijo el encargado del gobierno que lo había mandado llamar, aquel sólo emitió una sonrisa sarcástica.

Al final se quedó con lo que el gobierno le daba que tampoco era despreciable y mientras tanto fue cercando lo que de allí en adelante sería conocido como lo de los Landa. Mandó construir un cerco de piedra de un metro de alto en las cercanías de su descubrimiento y alrededor de la mayoría de dichos terrenos. Al final abarcó más de tres mil manzanas que lógicamente eran puros cerros cubiertos de pinos, robles, encino y otras maderas preciosas.

Los terrenos de los Landa comenzaban justo donde la carretera nueva entraba a la nueva población y se extendía por sobre los cerros aledaños hasta llegar un poco más allá donde aquella quebrada caía en un caudaloso río. Para apaciguar un poco a don Pedro Landa que parecía rabiar cada vez que recordaba la riqueza encontrada le construyeron una carretera, por el otro lado de la montaña y que llegaba hasta el río donde con los días, y lo más alejado de la mina, construyó una hacienda. Al lugar le llamó El Ocotal.

A finales de ese año, don Pedro, con su nueva riqueza, pero siempre rumiando la perdida decidió buscar un abogado para que le aconsejara. Dicho abogado vivía en Tegucigalpa, era de origen italiano y tenía una hija de treinta y seis años, viuda y de buen ver.

Don Pedro Landa se enamoró de inmediato de la mujer, contrató al abogado para ponerle una querella al gobierno, y se casó ella. El abogado italiano no tuvo ningún inconveniente al darle la mano de su hija, con una enorme sonrisa de satisfacción, y de llevar el caso contra el gobierno.

La boda, entonces, se llevó a cabo un veinticuatro de diciembre y la demanda se estableció el veinticinco del mismo mes. El enamorado esposo llevó a su guapísima mujer a la nueva casa en El Ocotal y comenzó su vida conyugal, la cual sólo duró una semana. El treinta y uno de diciembre de ese mismo año, mientras se encontraba arreando unas vacas en sus terrenos, fue asesinado por alguien oculto entre los árboles.

Dos meses después, a su esposa le llegó una nota anónima en la cual se le ofrecía lo mismo si no quitaba la querella contra el gobierno y ella lo hizo por una sola razón: estaba embarazada.

Cuando nació el niño, la mujer, decidió irse para Italia para evitar problemas posteriores con el gobierno de turno. Su padre, viejo y cansado, le aseguró que ya no iba a tener problemas y le mandó a validar escrituras y demás posesiones a nombre del hijo por cualquier eventualidad. El gobierno, valga la honradez, depositaba en una cuenta especial de la viuda el cinco por ciento de las ganancias de la mina. Hay que ser justos al respecto.



***



Para un gobierno, con todos los poderes en sus manos, era (y en muchos casos aún es), muy fácil mandar a quitar un estorbo como un simple hombre de su camino. El presidente de turno directamente dio la orden a su agregado militar con estas palabras: “nadie demanda al estado y sigue viviendo”.

La orden fue recibida con satisfacción porque el agregado militar pensaba lo mismo.

En aquella época las noticias de esta índole ni siquiera llegaban a saberse y los organismos del estado actuaban con total libertad. Y aunque alguien lo supiera, no se atrevería a denunciarlo ni anunciarlo so pena de muerte. Así era en aquel tiempo. Ahora es el dinero el que mueve las noticias, un tipo de mordaza más eficaz que aquella.

El descubridor de la mina de plata, entonces, don Pedro Landa, se perdió en el olvido y sólo sus descendientes más tarde le guardarían cierto respeto a su pariente. Pero quien se proclamó descubridor de la rica veta fue Patricio Zelaya quien en mil ochocientos ochenta fuera designado directamente por el presidente para dirigir los trabajos de la explotación. El muchacho, en aquella época sólo tenía veinticinco años y acababa de tener su segundo hijo, se trasladó hacia el lugar con toda su familia.

Su esposa, Mariana Gómez, de veintitrés años llevaba en brazos dos objetos: en el regazo a su nueva bebé y en la otra mano una planta de álamo pequeñita en maceta que le había regalado su madre antes de salir de Tegucigalpa. Así llegaron al nuevo lugar que estrenaba carretera montados sobre una carreta de lujo y caballos de raza.

“¿Y cómo le llamaremos a este lugar?” había preguntado la esposa.

El muchacho tomó al niño de cuatro años que iba sentado sobre unos bultos y mirándole le preguntó lo mismo que su esposa. El niño no escuchó la pregunta, sino que miró a su madre con el arbolito en una mano y se lo pidió. Entonces, como una iluminación cuasi profética, el nuevo jefe de la mina dijo:

“Se llamará El Álamo”

Y así fue llamado desde aquel día. Más adelante, cuando la gente se preguntaba el motivo por el cual le habían puesto así a aquel lugar, contaban varias versiones y nadie la verdadera.

El Álamo, entonces, comenzó a funcionar como pueblo y como mina el mismo año en el cual fue descubierto.

La familia Zelaya Gómez mandó construir su casa en las inmediaciones de la mina, a unos trescientos metros, justo donde una cuesta comenzaba y llevaba hacia la boca de la misma. Allá, cerca de la boca de la mina, unas veinte casuchitas de madera y zinc se diseminaban hasta bajar por la derecha de la boca de lo que poco a poco se convirtió en un inmenso boquete, hasta llegar a la quebrada justo en lo que había sido el claro donde Pedro Landa pasara aquella semana en completo éxtasis de búsqueda. Así pues, primero era la mina, después las casitas de los empleados, después, bajando la cuesta, la mansión de los Zelaya Gómez.

Pero poco a poco, los mineros comenzaron a traer a sus familias, y la población, de manera natural se fue extendiendo por la orilla de la quebrada, justo enfrente de la mina y a pocos metros de la casa de los Zelaya. En menos de diez años, de ser una simple mina se convirtió en un pueblo de más de quinientos habitantes y para cuando llegó el nuevo siglo ya alcanzaba los mil doscientos. Las casas se esparcían por todos los alrededores llegando a ocupar todo el espacio del pequeño valle que naturalmente se formaba al pie de aquellos cerros.

Como es natural, la maleza de los alrededores se extinguió a una prisa acelerada pues la leña era ocupada para las cocinas. Pero jamás penetraron a los terrenos de los Landa. El muro de piedras parecía ser un muro natural al saqueo. Buscaban, poco a poco, madera más allá de la mina y siempre la encontraban. Si en aquella época hubiera habido fotografías aéreas en la imagen hubiera aparecido una especie de claro de forma circular abierto alrededor de verdes y altos pinos y además ubicado en medio de una docena de cerros de distintas alturas. Una quebrada pasaba por la orilla y se perdía internándose debajo de un puente hacia otros cerros hacia el norte.

En mil ochocientos noventa, casi iniciando el siglo, la mina de plata había dado millones y millones de pesos al estado y ya se distribuía equitativamente entre los poderosos de la época mientras disimulaban, como siempre, aquí y allá construyendo una que otra carretera, o una vía de telégrafos para algunos municipios.

Patricio Zelaya era un buen administrador y honrado, a pesar de todo, pero su único hijo, parecía tener un carácter muy distinto al suyo. Los padres, a pesar de vivir como reyes en el lugar no tenían acceso a la educación de sus hijos más que por medio de tutores y la falta de compañía de niños de sus mismas edades parecían estar volviéndolos asociales.

Cuando la población empezó a crecer, Patricio vio con buenos ojos dicho crecimiento y trató de instalar una escuela para los niños. El dinero daba esa opción. Y después de alguna resistencia por parte de los mineros que no veían más que pérdida de tiempo el estudio, en mil novecientos dos, fundó una pequeña escuela y mandó traer un maestro que supiera inglés y les enseñara a todos los niños de la población por lo menos los rudimentos de gramática y de aritmética básica de la época. Así, pues, poco a poco, y en cinco años, muchos niños, además de aprender inglés, a leer, a escribir y a calcular se vieron beneficiados con un trabajo seguro en las minas.

Pero cuando en mil ochocientos noventa y siete, Patricio Zelaya muriera por una caída de un caballo demasiado testarudo, todo cambió. Por aquella época su hijo Carlos José tenía veintiún años y se hizo cargo del puesto de su padre por orden expresa del presidente de la república. El primer cambio, pues, fue el de patrón. La madre lo dejó obrar a su antojo porque estaba muy dolorida por la muerte del conyugue y la hermana de diecisiete años no se metía en cuestiones de administración, su vida era la pintura y en eso se pasaba la vida.

Una de los primeros mandatos del nuevo patrón fue cerrar la escuela. Los obreros que ya se habían acostumbrado a dicho centro protestaron un poco, pero no tanto. Además, Carlos José se hizo de su propio grupo de soldados cuando en el pasado sólo se encontraba un grupo para cuidar la mina. Se aumentaron las horas de trabajo sin aumentar la paga. Hubo protestas y los protestantes desaparecieron misteriosamente de la población. La gente comenzó a tener miedo, como siempre, y aceptaron lo que Dios les mandaba.

Durante la primera década del nuevo siglo el Álamo se convirtió en una especie de campo de concentración. La plata, como era natural comenzó a escasear y había que buscarla en las profundidades de las cuevas casi con lupa. Pero el jefe quería que saliera más plata de la que había en el lugar.

Hubo unas cuantas protestas más, entonces hubo unas cuantas desapariciones más y la gente, que para entonces ya había comenzado una lenta emigración a mejores destinos, comenzó a escasear. Dicho fenómeno no le convenía a Carlos José entonces prometió pagar un poco más por la jornada de trabajo. Como es natural todos se entusiasmaron, pero dicho pago parecía irse acumulando con los años y nunca llegaba.

En mil novecientos nueve, un año antes de la llegada del padre José de la Cruz, Carlos José Zelaya tenía treinta y tres años, una esposa y dos hijos y una fama de mujeriego que se conocía hasta en los círculos más cerrados de la sociedad de Tegucigalpa. Muchos decían que se daba lujos demasiado caros y que lo hacía con la plata de la mina. Plata que no declaraba al gobierno y que poco a poco, desde la muerte de su padre acumulaba en grandes cajones en el sótano de su mansión. Dichos rumores, por supuesto, habían comenzado en algún momento y a él le hubiera gustado agarrar al iniciador para cortarle la garganta.

Sus hijos, una niña y un niño apenas si le veían y su esposa, una mujer de ciudad, se aburría de lo lindo metida en su mansión. Tanto que a boca de algunos ya habían comenzado a circular historias en las cuales, María Sagastume Bonilla, la esposa de José Zelaya, tenía amoríos con un trabajador de la mina. Las relaciones, en la familia, entonces, eran muy tensas y preferían no estar cerca para evitar las guerras. A pesar de que su mujer era hija de un hombre muy poderoso en Tegucigalpa a veces a José le daban ganas de mandar a uno de sus policías especiales a hacer un trabajo especial con ella. Pero no podía, algo le detenía.

Lo cierto era que, en efecto, José Zelaya, desde hacía más de cinco años había estado robando dinero de la mina, pero no lo tenía guardado en cofres debajo de la casa (qué más quisiera), simplemente cada vez que iba a Tegucigalpa se juntaba con mujeres hermosas y con amigos apostadores. Había perdido inmensas fortunas en el juego y ni siquiera había ganado una propia. Pero para él, apostar era una especie de droga suprema que lo impulsaba a seguir adelante en una vida que para él había comenzado a ser monótona. Su idea era ganar, en alguna de aquellas apuestas, una inmensa fortuna y largarse del país sin mujer ni hijos que sólo eran un estorbo.

La mina, también, lo sabía, estaba en las últimas y si no encontraban una nueva veta pronto sería cerrada y su fortuna arruinada. Todo eso, sobre todo la impertinencia de los trabajadores que le exigían el aumento prometido lo tenía hasta la coronilla y un día de aquellos daría la orden a su grupo de cinco militares privados que los callara para siempre.
Ese era el panorama el año mil novecientos diez cuando José de la Cruz entró al Álamo.

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