miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 2




 Dicen que las primeras impresiones son las que hacen la diferencia con respecto al actuar del ser humano. José de la Cruz, aquella mañana, se levantó muy temprano, oró como era su costumbre, hizo las vísperas con su viejo libro de seminario y se levantó a asearse. Eran las cuatro de la madrugada. A las cinco, y sin interrumpir los rezos de las monjas en su capillita, salió por la puerta principal con rumbo a Comayagüela. Aún estaba oscuro y una que otra alma se había levantado para entonces. Hacía un frío suave pero que calaba en los huesos. Se cubrió lo mejor que pudo la nariz con el cuello de la gabardina.
Cruzó, con paso firme las aceras escuchando sus propios pasos en el amanecer y le parecieron el eco de otros pasos. La sensación le duró hasta llegar al puente Mallol que era el que dividía a Tegucigalpa con Comayagüela. En medio del puente se encontró con otra persona que venía en sentido contrario, se saludaron y siguieron en silencio su rumbo. Esperaba que no se tratara de ningún fantasma como los muchos que decían andaban por aquellas latitudes. Allí, mientras cruzaba el puente, escuchó el rumor del río Choluteca arrastrarse sobre las arenas de abajo. Era un sonido arrullador e invitador.
La primera impresión de Comayagüela al amanecer era la de un mausoleo enorme como los mausoleos que tenía el cementerio general unas cinco cuadras más arriba. Lúgubres casas cubiertas por tejas y por una neblina espectral sobre ellas, como un manto tratando de guardar secretos demasiado oscuros.
El punto de reunión, según su superior, era en la primera avenida, junto al mercado central. Hacia allá dirigió sus pasos al abandonar el puente. Los pasos propios y los de otros transeúntes volvieron a sonar en la madrugada.
Llegó al lugar de la reunión y comprobó que ya había unas diez personas allí. Saludó y se ubicó junto a ellos para esperar.
— ¿Va para San Pedro Sula, padrecito? –le preguntó una mujer ya mayor.
—No, para el Álamo –dijo él con naturalidad.
—Ah –dijo la mujer como si aquello fuera lo más natural del mundo.
— ¿Queda muy largo de aquí? –preguntó él sólo para entablar conversación porque aquello estaba muy silencioso.
—No mucho… sólo tenga cuidado, padre. No es un lugar muy recomendable.
Aquello le llamó la atención, era la segunda persona que le advertía lo mismo. Extraño.
—¿Y eso por qué?
—La gente de ese lugar… —dijo algo mohína la mujer—no es muy buena.
—¿Cómo así?
—No sé, padrecito. Usted se dará cuenta cuando esté por allá.
Vaya esperanzas las que le daba.
A las cinco y veinte se acercó una especie de carreta de bueyes y todo el mundo, los que pudieron se subieron a ella. No eran bueyes los que tiraban de la carreta sino caballos, pero eso no impedía que, a cada momento, el armatoste aquel diera brincos entre las piedras y con ello los dientes les sonaban a todos como matracas.
Cuando el sol por fin logró perforar la neblina, el padre José de la Cruz, admirado, pudo apreciar la ciudad que poco a poco parecía ir quedando atrás mientras la carreta se internaba cerros arriba borrando casi todo el paisaje de techos rojizos de tejas.
“Después de todo –pensó— no es una ciudad tan fea”
La carretera era de tierra blanca y por las brisas de la madrugada se había formado un lodillo que parecía impedir el avance normal de los dos caballos que tiraban de la carreta cargada de gente. El paso era normal, pero al menos no iba caminando como muchas personas que se encontraron en el camino. Algunos iban y otros venían, como la vida. Poco a poco, por fin, perdieron de vista la última casa de la ciudad capital y se adentraron lentamente entre una vegetación forestal nada despreciable. Robles nuevos y viejos convivían con encinos y pinos de alta envergadura que se alzaban hacia el cielo. La calle blanca sobre aquel fondo verde parecía una culebra arrastrándose hacia arriba.
A las nueve y veinte de la mañana, después de una enorme curva la mujer aquella que le había advertido que tuviera cuidado le señaló a lo lejos el desvío hacia el Álamo.
—Esa es la calle que lleva al pueblo del Álamo –le dijo—. Tiene que caminar unos dos kilómetros hacia el interior.
—Todo es tan verde por estos lados –dijo el padre mirando con nostalgia hacia más arriba del desvío señalado como si quisiera seguir con el grupo un poco más allá.
Cuando la carreta se detuvo ante el desvío, el padre descendió, les deseo un feliz viaje a los de arriba y pagó el importe al conductor. Éste le dio las gracias y azuzó a los caballos para continuar.
El hombre, metido en su traje negro y sus dos maletas comenzó a andar hacia el desvío mientras la carreta se iba haciendo más y más pequeña a medida que se alejaba. Había allí una especie de caseta de color verde oscuro, hecha de madera, y tenía la puerta abierta. Hacía esa caseta se dirigió.
La caseta era de madera cortada con sierra y sus tablas, en otro tiempo, blancas, ahora eran de un fuerte color verde oscuro, pero no era pintura sino la acción de los elementos y el tiempo. Estaba cubierta con láminas de zinc carcomido. La puerta, hecha del mismo material, estaba abierta y una ventana que se abría hacia arriba también lo estaba.
—Buenos días –saludó asomándose.
Un hombre, de unos treinta años, con un fusil herrumbroso y un sombrero de palma, salió al marco de la puerta. Al ver que se trataba de un hombre con traje negro y aspecto de cura saludó con una mano. José de la Cruz se fijó que en vez de zapatos calzaba caites.
—Buenos días, hijo –repitió el saludó añadiendo lo de hijo— ¿podrías indicarme por dónde se va al Álamo?
—¿Al Álamo? –Preguntó con una sonrisa de dientes podridos –sólo tiene que tomar esta calle.
Le señaló la calle del desvió con un dedo índice bastante flaco.
—Pero no vaya a tomar la de arriba. La de arriba va para el Ocotal. Tiene que tomar la que va para abajo.
—¿La que va para abajo? –repitió para confirmar.
—Sí.
—¿Cómo a cuánto tiempo está más o menos?
—Yo voy allá en veinte minutos, pero mucha gente lo hace en treinta o cuarenta.
“Yo lo haré en sesenta lo más seguro”
—Gracias, hijo. Que tengas un buen día. Que Dios te bendiga.
Y ya iba a darse la vuelta y coger el rumbo indicado cuando el hombre añadió:
—¿Usted es padre, ¿verdad?
—Así es hijo.
—Tenga cuidado con la gente del Álamo.
Otra vez la advertencia. Ya iban tres y contando. Aunque la sor Sagrario sólo le había dicho que tuviera mucho cuidado, eran la mujer de la carreta y ahora este hombre quienes al saber su destino le advertían del lugar.
—¿Por qué, hijo? –preguntó.
—Son gente muy mala. He visto pasar, durante he estado aquí, que ya son unos cuantos años, mucha gente en ataúdes. Porque ni siquiera hay cementerio en el pueblo.
—¿En ataúdes?
—Sí… parece que allí no hay ley. O si la hay parece que sólo una persona la impone. Ya sabe, como si fuera dueño del lugar.
—¿Y cómo se llama ese dueño del lugar?
—Yo no sé –dijo como de mala gana, como si el haber hablado de más lo ponía en un aprieto—. Solo le digo que se cuide. Y buen viaje.
—Gracias de nuevo, hijo. Que pases un buen día.
No respondió nada y volvió a su lugar que era el interior de aquella caseta sin letrero y sin nada. El único letrero, se había fijado José era una especie de monograma que el hombre llevaba dibujado sobre la tela de la manga de la camisa y que parecía decir, policía municipal.
José de la Cruz emprendió el camino hacia el Álamo con sus dos maletas en ambas manos. El sol parecía querer quemarlo todo porque su intensidad a medida que los minutos pasaban iba en aumento. Pero la vegetación embriagadora estaba en todos lados y eso mitigaba un poco su ardor.

***

El trayecto desde Amapala hasta Tegucigalpa había sido agotador, pero gracias a la continua plática y la agradable compañía había sido un viaje muy agradable. Aquellos dos kilómetros hasta el Álamo, a José, le parecieron una caminata muy larga y torturante.
Fueron dos motivos los que causaron en él esa sensación: en primer lugar, iba solo y en segundo la carretera parecía hecha de piedras a más no poder. No podía imaginar cómo una carreta semejante a la que lo había traído desde Tegucigalpa hasta el desvío podría haber avanzado por allí. Seguramente, al final del trayecto estaría toda destartalada y los animales, junto a las personas, desechas por dentro.
Por cada veinte metros que avanzaba a él le parecía que habían transcurrido más de veinte minutos. Era casi imposible caminar sobre aquellas rocas sueltas y para agravar la situación el camino era descendente con lo cual un pie mal puesto llevaría al caminante a rodar pendiente abajo con unos buenos moretones.
Así pues, se lo tomó con calma. Además, tenía la luz del día para llegar hasta el pueblo.
Había bajado de la carreta casi a las nueve y media de la mañana y ahora, según podía calcular se estaba acercando el mediodía y aún no veía ni una sola casa del pueblo. Eso significaba que había avanzado muy poco.
Lo que no se podía desestimar de la caminata era el entorno. La vegetación, a ambos lados de la carretera, poblada sobre todo de pinos altísimos y de hojas verdes brillantes le daba al lugar una dulzura inigualable. Quizás no estuviera en el Amazonas, o en África, pero por el verde no se podía quejar. Y de vez en cuando, se veían como escondiéndose entre los troncos de los pinos algunos robles y encinos con sus hojas anchas esto últimos, amarillas y rojizas, mientras que los encinos, con su corteza blanca y sus hojas delgadas y brillantes eran menos. Los robles eran casi amarillos y sus cortezas gruesas se asemejaban a las de los pinos. Una fina hierba de color menos intenso sobre el suelo se veía cubierta de hojas de pino muertas.
El aire era delicioso y podía respirarse con las narices muy abiertas hasta el fondo del cuerpo. El padre José, en varias ocasiones de su lento avanzar se detuvo a contemplar dichas maravillas verdes y doradas y a aspirar con fuerza el delicioso oxígeno.
El trayecto que el hombre de la caseta dijo hacía en veinte minutos, el padre José lo hizo en más de tres horas. Y ya bordeando la una de la tarde vio, al final de un trayecto particularmente plano y largo, asomar un cerco de piedra a mano derecha y también una especie de puentecito. Eso le alegró el corazón y pareció calmarle un poco el dolor de los tobillos.
Y como si los robles en aquel último trayecto se hubieran apoderado de la tierra, ellos dominaban a ambos lados. José de la Cruz no supo en que momento los pinos habían desaparecido, tan concentrado iba en el suelo para no enredarse en alguna de aquellas piedras sueltas. Una especie de cúpula de ramas amarillas y hojas de todos los colores cubría aquellos últimos metros antes de llegar al Álamo, estaba seguro.
Cubrió los pocos metros que le faltaban para llegar a aquel recodo frente al cerco de piedra y ante él apareció no la primera vivienda sino un perro negro que al verlo movió la cola y se escurrió por una esquina del pequeño puede de piedra erigido allí. Por debajo de dicho puente pasaba una quebrada de aguas cantarinas y cristalinas. Aquello, lo del perro negro le pareció un presagio como lo del gato negro, pero trató de borrarlo de su cabeza.
La especie de túnel que los robles formaban se terminaba justo allí, al poner el primer pie sobre el puente. Y después del puente comenzaba el verdadero pueblo. No había ni un solo rótulo que indicara nada y tuvo que contentarse con ver, detrás de un muro, allá al fondo a su izquierda, uno de esos árboles de cuyo nombre tomaba el pueblo. Dicho árbol era de altura considerable, y parecía un fantasma en pleno mediodía al agitar sus hojas vueltas hacia arriba. Aún faltaba un corto trecho, después del puente, antes de llegar a las casas. A ambos lados, ahora, había cercos de piedras que medían un metro de altura, por lo que le pareció al ir avanzando ir dentro de una especie de canal.
Al doblar este recodo, junto al muro y con el álamo a su izquierda, apareció allá al fondo, como a unos cincuenta metros, la primera casa. Su corazón se alegró enormemente. Había llegado a su destino como sacerdote. Aquel era ese momento que muchos como él esperaban. Enfrentarse, por fin, a una misión de evangelización.
Avanzó, entonces, con esa especie de euforia que acomete en las personas cuando por fin vislumbran un rayito de sol al encontrar, por fin, su vocación. Aunque estaba muy claro para él: su misión era llevar la buena nueva de la religión católica a cualquier rincón del mundo donde lo llevara el destino. Para él era llegar al campo, ahora sólo faltaba comenzar a tirar la semilla. ¿Cuánta caería en tierra buena? Eso sólo Dios, y el tiempo, lo dirían.
Miró hacia un lado y otro tratando de ver algún rostro humano. Nada. La primera casa, que estaba en el espacio que ocupaba el mismo álamo de la esquina, parecía tener la única puerta y las ventanas cerradas. La siguiente, siempre a la izquierda, parecía padecer de los mismos y desde el interior no surgía ni un solo sonido. Era como si nadie estuviera allí.
Siguió avanzando y pasando ante viviendas que parecían construidas de la misma forma: paredes blancas, tejas rojas y una chimenea de metal sobresaliendo del techo. Una que otra gallina, o animal de granja como un cerdo escarbando aquí y allá eran los únicos movimientos visibles del lugar.
Llegó, después de pasar enfrente de varias viviendas, hasta lo que consideró la plaza del pueblo, a un espacio vacío. Allí estaba el lugar donde él debía construir la iglesia con la buena voluntad de las personas del pueblo. Bien había dicho el padre superior: el espacio para la iglesia existía. Ahora solo faltaba construir dicha iglesia.
Las casas, todas, estaban protegidas por aquellos cercos de piedras de un metro de altura y abiertas mediante unas especies de puertas elaboradas con palos cruzados. Trancas les llamaban. Además, en cada lote simétricamente construido había un álamo sembrado. Lo que daba al lugar un aspecto como de agujas sembradas en el suelo. Todas parecían extenderse hacía la falda de un cerro que estaba justo hacia el fondo, hacia donde se dirigía la calle principal.
José de la Cruz se sentó sobre lo que en algún tiempo hubiera sido un árbol muy grande y sin mucho recato se quitó un zapato para masajearse el talón y luego, con lentitud, hizo lo mismo con el otro pie. Y en eso estaba, masajeándose el pie cuando escuchó la detonación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario