José de la Cruz volvió a ponerse el zapato y de pie
miró hacia donde supuso se había originado el sonido. Era como de una escopeta
o algo parecido. Su padre, en Perú, tenía escopetas y de vez en cuando, pera
desentumirlas, como decía él, disparaba a lo que se pusiera enfrente, menos
personas, por supuesto. Y el sonido era similar a aquel. Se estremeció un poco.
Era un poco más allá del mediodía y a aquella hora
todo el mundo debería de estar almorzando o algo parecido, pero allí no había
nadie. Hasta el momento él no había visto a nadie. Le pareció captar el sonido
de algo, a lo lejos, pero no estaba seguro.
Tomó de nuevo sus maletas y siguió calle arriba. Al
fondo se veía una especie de cuesta blanca y antes de comenzarla una casa de
dos pisos. La más grande hasta el momento. No tardó mucho en ponerse enfrente
de ella. Era una casa magnífica para estar en aquel lugar. Hasta tenía un
jardín con rosas y distintos tipos de flores. Y ya iba a utilizar un guijarro
para tocar el portón cuando escuchó en su oído derecho la algarabía.
De la cima de la cuesta pareció venir un vendaval
de voces. Y con las voces una enorme cantidad de gente alborozada. Niños, ancianos,
hombres y mujeres venían en gran algarabía parecían celebrar algo especial. Él
se quedó quieto, mirando y analizando. Aquello parecía una procesión de semana
santa o de resurrección.
En poco tiempo la punta de aquella gran cantidad de
gente llegó hasta él. Eran gente campesina y tiznada a todas luces. Hombres
vestidos con ropas sucias, sombreros y los rostros cansados, mujeres de mirada
triste y ropas humildes, niños y niñas descalzos y con vestimentas de manta
hechas a mano seguramente.
Él saludó a los que pudo con una inclinación de
cabeza, pero nadie le regresó dichos saludos, parecían tener un objetivo fijo y
no se iban a detener por un desconocido, lo más seguro. Levantaban polvo al
pasar y olían a sol y sudor, una combinación lógica en un lugar tan agreste y
apartado de la mano de Dios.
La procesión estuvo pasando un par de minutos y en
ese tiempo, el padre José de la Cruz Miranda, pudo apreciar la profunda soledad
de los seres humanos sometidos al trabajo sin sentido. Porque ¿Qué hay de provechoso
para el alma cuando se hace algo por obligación? Los niños parecían lejos de su
mundo de juegos y las mujeres tenían las facciones casi rígidas quizás por el
desempeño diario de una vida sin sentido. Pero estaba especulando.
Al final del grupo de personas que calculó en unas
mil o más, y como contraste a la pobreza, apareció un grupo distinto. Se
trataba de cinco personas elegantemente vestidas rodeadas por cinco hombres con
uniforme verde, botas y armas de fuego.
A la cabeza venía una mujer como de unos cincuenta
años, vestida de negro muy fino. A cada lado de ella dos niños pequeños, quizás
uno de siete y la otra, porque era una niña, de cuatro. Y atrás de este trio un
hombre como de unos treinta años, de mirada huidiza, bigote peinado y lustroso,
de traje blanco impoluto. Junto a él una mujer con el cabello peinado en bucles
cafés. Su mirada era tímida y transparente, pero había en el fondo algo así
como el miedo. Su indumentaria era un vestido de vivos colores y sus zapatos,
cubiertos de polvo, apenas asomaban por debajo de los pliegues del vestido.
—Buenas tardes –saludó, él, cortésmente cuando el
grupo estuvo cerca de él porque evidentemente iban hacia aquel edificio.
—Buenas tardes –contestó la mujer mayor
deteniéndose frente a él echándole una mirada de pies a cabeza como si no
pudiera creer que lo que tenía enfrente era un sacerdote.
—Buenas tardes –dijeron los niños por pura
imitación.
Y cuando el hombre del bigote estuvo detrás de la
mujer mayor se asomó para ver de qué se trataba.
—Buenas tardes –volvió a saludar José de la Cruz.
El hombre lo miró con el ceño fruncido y el bigote
tieso como tratando de comprender al ser que tenía enfrente.
—Mi nombre es José de la Cruz –se presentó— y, me
envía el arzobispo de Tegucigalpa para establecer aquí una iglesia católica.
Acabo de llegar y…
—Aquí no necesitamos de ningún curita –dijo el
hombre sin dejarlo terminar.
—¡Hijo! –Le llamó la atención la mujer mayor que en
efecto era la madre del bigotudo—. Con Dios no se juega.
Y después dirigiéndose al sacerdote añadió:
—Ya era hora que se acordaran de este pueblo tan
abandonado. Pase padre. Pase.
Y diciendo esto empujó la puerta que daba acceso al
pequeño jardín. Entraron todos excepto los soldados que se ubicaron, como
viejos centinelas enfrente de la casa.
Pasaron al padre José de la Cruz a la sala. Una
estancia bastante grande y lujosa que dejó al joven sacerdote algo inquieto. Un
lujo tal en un lugar tan alejado del centro de la ciudad le pareció algo fuera
de lugar, aunque no tanto al ver las vestiduras de los presentes. Por las
paredes colgaban cuadros impresionantes por su tamaño y su colorido. Le
invitaron a sentarse en uno de los muebles grandes.
—¿De dónde es usted, padre? –inquirió la señora
sentándose en otro mueble, lo propio hicieron los demás integrantes de la
familia.
—De Lima, Perú.
—¡Oh! Un país impresionante.
—Cómo todos, creo. Honduras no se queda atrás en
cuanto a belleza natural.
El hombre del bigote lo miraba como analizándolo y
a él eso no le pasó desapercibido como tampoco el hecho de que la mujer, quien
debía ser su esposa, se sentó, junto a los pequeños, muy lejos de él. Algo para
apuntar.
—¿Y cuál es su propósito aquí? –preguntó tratando
de mantener la voz calma el del bigote.
—Mi misión en el Álamo es avivar la fe de todos los
cristianos católicos y sobre todo erigir una ermita en el centro del pueblo.
Tengo entendido que hay un espacio para eso enfrente de la plaza.
“O lo que debería de serlo”
—Pérdida de tiempo –exclamó el hombre.
—¡Hijo! –Volvió a exclamar la mujer mayor— Discúlpelo,
padre, está acostumbrado a lidiar con los peones de la mina y se le olvida que
no todos somos como ellos.
Aquel comentario le pareció al padre demasiado
despectivo, pero no dijo nada.
—Tiempo es lo que necesitan esos hombres –continuó
el del bigote sin hacerle caso a su madre—. Y mucho más ahora que se ha
descubierto la nueva veta.
—Tengo entendido que el Álamo es un pueblo minero
–añadió el sacerdote—, sí, pero también entre todos los hombres debe haber
tiempo para Dios.
Un gruñido fue la respuesta del hombre del bigote.
A José de la Cruz le pareció que aquel hombre era demasiado joven para ser tan
amargado. O quizás le inquietaban otras cosas.
—Discúlpenme, pero aún no me han dicho sus nombres.
La señora los presentó a todos.
—Es cierto, disculpe, padre. Mis nietos –señaló a
los niños—, Jonathan y Laura. Mi nuera, María, mi hijo Carlos José y su
servidora Mariana Gómez. Somos la familia Zelaya Gómez. Y somos los vigilantes,
o, mejor dicho, mi hijo lo es, el vigilante de la mina del Álamo. Designado por
el presidente de la república.
Añadió esto último con gran orgullo. Lo que le daba
al carácter de la mujer una especie de altura y dignidad, según ella,
proveniente de lo más alto.
—Tengo las notas del arzobispo aquí –se agachó para
abrir una de las maletas.
—No se preocupe, padre –le dijo doña Mariana Gómez
atajándolo—. Lo importante es que está aquí. Haremos todo lo posible porque su
estadía en el Álamo sea de lo más agradable y provechosa. Es cierto que la
mayoría de nosotros se ha olvidado un poco de las prácticas religiosas debido a
la lejanía de los pueblos en estos lugares, pero si tenemos nuestra propia
iglesia y nuestro propio cura no veo como no podemos retomarlas. ¿No hijo? –se
volvió a mirar a un ceñudo Carlos José.
Carlos José Zelaya miró como reconcentrado al cura
y luego a su madre y asintió de mala manera.
—¿Tendrá hambre, padre? –le preguntó la mujer
cambiando de un solo de tema.
Y sí, tenía hambre, desde la madrugada que había
salido de Tegucigalpa no había probado ni siquiera una gota de agua, pero no
quería mostrarse débil ante una familia que a primera vista parecía muy sobrada
de sí misma.
En el seminario, mientras estudiaba, muchas
familias adineradas invitaban a los sacerdotes a sus casas, pero los sacerdotes
sólo aceptaban las invitaciones de los ricos, jamás de los humildes y pobres.
Aquella costumbre le parecía a él abominable y contra los principios de Cristo.
—En realidad –dijo tratando de dominar el hambre—,
lo que necesito es algún lugar donde quedarme. He venido sólo con mis dos
maletas y la voluntad de Dios.
—Ummm –dijo Carlos Zelaya atusándose el bigote.
—Pues, por eso no se preocupe, padre –dijo doña
Mariana mirando a su hijo.
—Creo que puede ocupar la vieja escuela –dijo
Carlos Zelaya.
—¿Tienen una nueva escuela, entonces? –dijo el
incrédulo y joven pastor de ovejas.
—Ni nueva ni vieja. Eso es pérdida de tiempo –dijo
con un tono mal encarado el hombre poniéndose de pie—. Lo que es la religión y
la educación, para esta gente sólo trae pérdida de tiempo… lo que se necesita
es trabajar y trabajar.
—¿Para qué? –se atrevió a preguntar el nuevo cura.
El hombre se le quedó mirando como si lo que
acabara de decir es una blasfemia.
—Pues, para prosperar ¿no? –contestó al fin un poco
cortado.
José de la Cruz notó que la esposa del hombre
sonreía por lo bajo.
—Se trabaja para poder vivir, hijo. No se vive para
trabajar.
Aquello pareció ofender mucho al hombre que se puso
algo colorado.
—¿Ves, madre? –Interpeló a su madre el hombre—.
Esto es lo que los curas le enseñan a la gente. Aquí no queremos gente sin
trabajar. Si la mina deja de producir se acaba el Álamo.
“¿Y usted, joven –quería preguntarle— trabaja de
sol a sol? Se le nota en las cuidadas y suaves manos que tiene” pero no lo
hizo, claro. No quería crear una primera mala impresión.
***
Con uno de los militares que estaban afuera, fue
enviado el cura a la vieja escuela.
La vieja escuela estaba justo detrás del terreno
donde en un futuro se esperaba la construcción de la ermita del pueblo. Eso
estaba bien. Lo que no lo estaba era el estado de la construcción. Si aquello
había sido una escuela tiempo atrás no lo aparentaba. Se trataba de un edificio
de madera, subido sobre cuatro bases, también de madera, y compuesto por un
único salón de unos diez metros por veinte con cuatro ventanas muy grandes y
una única puerta. Estaban, sobre un rincón, apilados y quizás olvidados varios
asientos hechos de madera rustica y un par de mesitas donde quizás, también,
antaño, se sentaban muchos niños a recibir lecciones.
Un pizarrón de madera, pintado de negro estaba
colgado de las vigas en una pared del costado. Emborronado y sucio parecía un
mar manchado de soledad. Le dio las gracias al soldado y tomó una vieja escoba
tirada en un rincón.
Durante más de una hora estuvo tratando de sacar el
polvo de los rincones. Doña Mariana le había prometido mandarle un par de
muchachas para que le ayudara, pero aún no llegaban. Además, necesitaría un par
de sábanas o lo que fuera para dormir por la noche.
Cuando terminaba de sacar una buena cantidad de
polvo hacia el exterior vio venir por la calle a dos mujeres cargando algunas
cosas y se alegró un poco.
Las dos mujeres, eran dos jóvenes de la comunidad
que con la mirada triste entraron al edificio y sin decir nada se pusieron a
terminar de hacer lo que él había comenzado. Sus movimientos eran rápidos y
parecían muy concentradas.
—¿Cómo se llaman, hijas? –trató de entablar
conversación el padre, pero ellas no le contestaron.
Esto le pareció a José de la Cruz algo muy extraño.
Y se salió para que ellas pudieran hacer su tarea sin ninguna molestia.
Tenía en mente comenzar de inmediato con su trabajo
misionero de la siguiente manera:
Invitar, casa por casa, a una reunión por la noche
en la plaza justo donde iba a ser construida la iglesia en el futuro y
organizar algunos grupos de trabajo y oración. Un plan sencillo, pero que, si
era bien hecho, muy pronto estarían erigiendo la ermita.
—Ya regreso –les dijo a las mujeres asomándose a su
nuevo hogar—, si terminan y no estoy de regreso sólo dejen la puerta cerrada.
Ninguna le contestó por supuesto y se fue a buscar
sus feligreses.
Lo primero que hizo fue subir aquella cuesta por
donde había bajado la gente. Estaba seguro que desde allá podría visualizar
mejor la estructura del poblado y con ello tomar decisiones de dónde comenzar
primero y por donde continuar después.
Pasó, entonces, de nuevo frente a la casa de la
familia Zelaya Gómez y vio en el jardín a la esposa de Carlos José. La mujer
estaba abonando, aparentemente, un rosal. Ella le vio y trató de emitir una leve
sonrisa. Él le respondió con una mano levantada. Notó, de nuevo, en sus ojos,
ese dejo de tristeza que algunas personas presentan cuando están desesperadas.
No se detuvo porque ella bajó la mirada y pareció
concentrarse en su propia actividad. Así que comenzó a subir la cuesta que no
era más que una especie de terraplén construido con tierra blanca. Era muy
prolongado y cuando llegó a la cima estaba algo agotado. Ante él, y como a unos
cincuenta metros después de avanzar por una explanada también de color blanca,
estaba lo que parecía la boca de la mina abierta en la ladera del cerro. Allí,
a ambos lados y casi camuflados por el verde de las plantas había varios
soldados con fusil que al verlo se pusieron algo inquietos. El levantó la mano
en señal de saludo, pero no le contestaron.
Se dio la vuelta y miró hacia abajo. En efecto,
desde allí se tenía una panorámica muy amplia de todo el pueblo. Contó las
viviendas y decidió que había más de cincuenta incluyendo la de la familia
Zelaya Gómez. Los techos de todas las edificaciones, era de teja roja y todas
tenían como cerco un muro de piedras bajo y en cada patio un árbol de álamo que
se alzaba al cielo como un alto fantasma. La plaza, su nuevo hogar estaban en
el extremo más alejado desde aquel punto y parecía que después del espacio
vacío designado para la construcción de la iglesia sólo había dos casas con sus
respectivos muros de piedra.
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