miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 9





Durante toda aquella noche, el joven cerebro del sacerdote trabajó incesantemente en un plan para ayudar a aquella gente. Si la providencia existía, y estaba convencido de eso pues era una de las creencias fundamentales de la iglesia, él había sido llevado a aquel lugar para algo especial. Algo importante.
Se estremecía sólo de pensar en los niños muertos.
No pudo contener las lágrimas al tratar de ponerles rostro y elevó una oración al cielo:
—Señor, concédeles el descanso y la paz eterna. Cuida a todos los habitantes del Álamo y permite que pueda hacer algo por ellos. Si me has enviado a habitar entre ellos, sé que es por tu santa voluntad. Dame fuerzas y, sobre todo, sabiduría para encontrar el camino adecuado. Cuida a todos tus hijos y sobre todo a los más pequeños. Amén.
Trató de dormir, pero no pudo.
Se levantó, encendió el candil y se puso a leer la biblia. Una costumbre muy antigua en su vida. Desde pequeño, cuando se sentía atribulado por cualquier cosa la realizaba. Y después, siempre, se sentía mejor. Como iluminado por esa idea superior de Dios como manto protector.
La costumbre era cerrar los ojos y abrir la biblia al azar, luego dejar que el dedo índice, también con los ojos cerrados, paseara por la página abierta y allí estaba, siempre, la revelación divina. En aquella ocasión el dedo cayó en aquellos versos de Mateo 10, 16: Mirad, yo os envío como ovejas en medio de lobos; por tanto, sed astutos como las serpientes e inocentes como las palomas.
Como siempre, esas eran las palabras correctas y cada una tenía una fuerza terrible en su propia experiencia. El consejo del Señor era muy sencillo: sed astutos como las serpientes e inocentes como las palomas. Estaba en medio de los lobos, de eso no había duda, ahora sólo tenía que actuar con astucia.
Lo más sencillo y lógico era que quisiera huir. Tratar de salir del pueblo. Pero eso no estaba dentro de la ecuación de Dios. Él estaba allí para ayudar a las ovejas, no para abandonarlas. Respiró hondo y trató de controlar los deseos inmensos que sentía de no estar allí.
Tomó una de las plumas que iba a utilizar con los niños y un trozo de papel. Colocó una A mayúscula y la identificó mentalmente como Carlos Zelaya. Luego una B, como el pueblo y por último una C, como él mismo. Era A quien sometía a B. Y C era la oposición a aquello. Rodeó en un círculo la A y le puso dos ramificaciones. En una puso M que significaba militares y en la otra Mi que significaba mina. Luego estableció las relaciones entre estos tres elementos. A dependía de M para defender la Mi y B era la fuerza de trabajo para explotar la Mi de donde procedía la plata. Sin B no había Mi. Pero B tenía miedo y alguien con miedo es capaz de someterse a las peores vejaciones.
Trazó un gran círculo sobre todas las letras y puso en el borde Al que significaba Álamo. El único que parecía oponerse a A era C. Pero a A no se le podía atacar directamente, ni a M. Mucho menos a B porque estaban los militares siempre encima, vigilando que el miedo se mantuviera constante, sino ¿Por qué tomarse el tiempo de asustarlos a medianoche?
“Astuto como una serpiente”
El único punto débil, aunque vigilado era Mi, la mina. Pero ¿Qué había en ella? El primer día había subido la cuesta y de inmediato, los militares se habían puesto alertas.
“Inocente como las palomas”
Tendría que conocer la mina para saber cómo funcionaba y para eso tenía que tener el consentimiento de A. Astuto como una serpiente y manso como una paloma.
Con esas ideas, volvió a la cama. Se preguntó durante toda la noche:
“¿Cómo acceder a la mina siendo astuto como una serpiente e inocente como una paloma?”
Se lo repitió tanto que se volvió como una especie de mantra. Y llegó hasta visualizarse como una serpiente arrastrándose con sigilo entre las rocas y también como una inocente paloma en un prado.

***

Se levantó muy temprano y se aseó metódicamente. Mientras hacía estas actividades pensaba en lo mucho que le gustaba el teatro y los papeles desempeñados sobre las tablas. Había sido carpintero, el padre de Jesús, un Buen Samaritano y hasta Poncio Pilatos. No era el mejor de los actores, pero no lo había hecho tan mal.
Salió hacia la casa de los Zelaya Gómez antes de las siete de la mañana para desayunar y encontró a Carlos Zelaya dándole indicaciones a los soldados en la puerta, cerca del jardín.
—Buenos días –saludó poniendo énfasis en parecer zalamero—. Espero haya tenido un estupendo descanso, señor Zelaya. Señores militares.
Los señores militares se miraron y Carlos, al escuchar el señor Zelaya medio levantó el pecho, pero no contestó el saludo.
Ya en la mesa, José de la Cruz hizo la oración de la siguiente manera:
—Te damos las gracias, Señor, por estos alimentos que vamos a recibir, fruto del trabajo del hombre y del trabajo de la familia Zelaya Gómez. Te pedimos que sigas brindándoles fortaleza para seguir adelante en tan noble labor. Bendice a toda la familia Zelaya Gómez y en especial a la cabeza de la casa que hace llegar, mediante el esfuerzo de sus manos, este alimento. Amén.
A José de la Cruz le pareció escuchar de la cabeza de la casa un amén muy animado. El anzuelo estaba tirado. A quién se negó a mirar durante todo el desayuno fue a María porque seguramente le enviaría una mirada de reproche.
—¡Hermosa oración! — exclamó doña Mariana mirando a su hijo con orgullo.
Comenzaron a desayunar y aún no habían acabado cuando doña Mariana preguntó:
—¿Y qué tal le fue con la enseñanza, padre?
—Pues, tenía esperanzas de que apareciera algún niño. Al final no se presentó ninguno. Entonces me puse a reflexionar al respecto –miraba a la señora—. Llegué a la conclusión de que para el trabajo de minero no se necesita mucho estudio— Ahora miró a Carlos José quien parecía estar de acuerdo con lo que el cura le decía, y hasta una leve sonrisa se dibujaba bajo el suave bigote negro—. Lo que tienen que aprender la misma mina se los enseña. A esa conclusión llegué. En la vida uno tiene que adaptarse a todo. Y si El Álamo es una población minera, no seré yo quien venga a cambiarles esa mentalidad. ¿No creen?
Doña Mariana pareció algo sorprendida y a María ni siquiera la miró, pero estaba convencido de que la mujer mantenía el rostro pálido y con una profunda resignación. Pero el rostro de Carlos José ese sí que era un verdadero poema. Sonreía ahora abiertamente y José de la Cruz comprendió que había colocado la piedra necesaria.
“Astuto como una serpiente”
—Eso mismo digo yo –dijo con la enorme sonrisa—. Ahora si estamos hablando el mismo idioma para que vea.
—Es interesante la comunidad –añadió José de la Cruz—. Todo gira alrededor de la mina. Y eso es bueno para el desarrollo.
—¿Entonces se rindió con lo de educar a los niños? –preguntó la madre de Carlos algo decepcionada.
José de la Cruz comprendió, entonces, que el papel de la señora en la vida del Álamo era muy limitado y se encerraba en la idea de que lo que hiciera su hijo estaba bien. Quizás ni siquiera se enteraba de las muertes de los chiquillos. Quizás vivía en un mundo creado por su propio recuerdo.
—Así es. Pero lo que sí quiero hacer es la ermita. Yo sé que nunca la vida girará alrededor de la iglesia sino de la mina, pero sería muy bonito que la gente tuviera un lugar a donde retirarse un poco el fin de semana. He estado trabajando en el espacio donde estará, pero, avanzo muy despacio y apenas tengo herramientas.
—¿Hijo? –le dijo a Carlos José la mujer como reclamándole algo.
—No sé, mamá. Cada hombre es necesario en la mina. Ya sabes que hemos encontrado esa nueva veta y…
—¿Cuántos hombres necesitaría, padre? –le preguntó al cura la mujer sin dejar terminar a su hijo. Quizás para ella eso ya estaba dicho.
—Pues, si contara con la ayuda de unos cinco… o seis, estaría arriba muy rápido.
La madre volvió a mirar a su hijo. Y éste pareció hacer algunos cálculos mentales. Al final miró al cura y con una enorme sonrisa dijo:
—Le podría facilitar diez, padre. ¿Cree que son suficientes?
José de la Cruz dibujó una enorme sonrisa en su rostro y asintió encantado.
—Pues no se hable más. Se los enviaré con uno de los soldados dentro de una hora si le parece.
—Me parece estupendo. Así la iglesia estará de pie muy pronto.
—También pueden tomar material de la mina. Teneos algunas piedras y ladrillos que le podrían servir.
—Estupendo. Te lo agradezco, hijo. Muchas gracias. Así el templo estará muy pronto arriba.
“Astuto como una serpiente”
—Venga, padre. Venga –se puso de pie y como si fueran viejos amigos le colocó una mano en el hombro.
Salieron juntos y José de la Cruz se disculpó por irse ante la madre y la esposa y ante los niños que parecían no importarles nada de lo que allí sucedía. Se dejó conducir por su nuevo gran aliado en la explotación de la mina.
—Le aseguro –le dijo Carlos José deteniéndose en la puerta y mirando hacia el fondo donde estaría la iglesia— que dentro de poco tendrá su iglesia. Solo le pido que cuando se celebre la misa anime a la gente por el amor al trabajo. Mientras más platas sacamos de la mina hasta le podemos mandar a conseguir un par de santos tamaño natural a Tegucigalpa.
—¿De veras? Eso sería magnífico. Ya me lo imagino. Estupendo. Estupendo.
Los militares miraron aquello y se miraron entre ellos como preguntándose qué mosca le había picado a su patrón.
—Otra cosa, hijo. Los hombres que me vayas a enviar para la construcción del templo que sepan de albañilería para que no vaya a quedar torcida la casa de Dios.
Carlos José se tiró una sonora carcajada. Se habían detenido al pie de la cuesta.
—No se preocupe. Le enviaré a mis mejores hombres.
En ese momento le iba a solicitar su venía para conocer la mina, pero se contuvo. Era demasiado pronto. Además, tenía que establecer un enlace seguro antes.
Se despidió con muestras efusivas de agradecimiento y hasta se imaginó arrastrándose sobre su vientre como las serpientes. Claro, esto estuvo a punto de hacerlo sonreír. Algo que no estaba dentro de las posibilidades tenía que mantenerse firme en su papel de zalamero.

***

Media hora después de haber llegado a su habitación, el cura, escuchó que alguien tocaba a la puerta. Abrió y se encontró con el rostro curtido de un hombre de unos treinta años más o menos. Detrás de él había otros nueve que cargando herramientas lo miraron con tristeza. Ese era el rasgo común de los diez: tristeza. Una tristeza profunda y resignada. El corazón se le hizo un nudo al padre.
—Buenos días, padre –dijo el hombre encargado de tocar la puerta—. Nos envía el señor Carlos Zelaya.
—Ah, qué bien. Espérenme un momento, ya salgo.
Entró en el cuarto y sacó una especie de plano en el cual había estado trabajando después de venir del desayuno. Era un simple boceto, pero en él se manifestaba la forma, barroca, de la iglesia que quería construir.
“Astuto como una serpiente”
—Vengan, vamos a ver cómo están las cosas –le dijo al grupo.
Notó, de repente que no iba a ser tan fácil porque al doblar la esquina vio a uno de los soldados con su fusil esperándolos. Llevaba el arma al hombro y se hizo a un lado para darles paso mientras avanzaban hacia el lugar donde estaría el nuevo templo.
—Buenos días, hijo –lo saludó con dulzura José de la Cruz.
El soldado no le contesto. Se limitó a hacerse a un lado y fingir que el saludo no iba dirigido a él.
Llegaron al sitio donde iba a estar el edificio y José de la Cruz les indicó que se reunieran alrededor de él. Así lo hicieron haciendo un círculo muy amplio. Como le prometiera Carlos José, eran diez.
Los hombres miraban al cura con su mirada triste pero quizás agradeciendo que los hubieran sacado de la mina. Tenían, todos ellos edades entre los veinticinco y los cuarenta años. Iban con sus ropas desaliñadas y algo sucias de tierra blanca. Sobre las cabezas sombreros o gorras hechas de juncos. Eran simple y llanamente hombres de campo obligados a ser mineros, primero por necesidad y luego por obligación.
—¿Cuántos de ustedes han construido casas? –preguntó en primer lugar.
Se levantaron todas las manos.
—Muy bien. Lo que pretendemos construir aquí es una iglesia. Esta es la idea.
Levantó el papel con el dibujo y lo sostuvo con las dos manos, mostrándoselos, y permitiendo que lo vieran los diez. Cuando supuso que todos lo habían visto lo colocó en el suelo y sobre él una piedra en una esquina. No hacía viento y por lo tanto no había peligro de que saliera volando. Con el rabillo del ojo notó que le militar se acomodaba, sentado, sobre el mismo tocón donde él se había sentado el primer día al entrar allí. Parecía aburrido con todo aquello.
“¿Cuántos niños habrá matado?” se preguntó el cura.
Borró esa idea de su mente y volvió a los hombres de miradas tristes.
—¿Qué hacemos primero? –preguntó —. Yo nunca he construido nada en mi vida.
Los hombres se miraron entre sí y uno de los más viejos, quizás tendría unos cuarenta años dijo con voz cansada:
—Los cimientos. Es lo primero. Tenemos que hacer zanjas.
Todos estuvieron de acuerdo.
—¿Cuál es tu nombre? –le preguntó el padre mirándolo a los ojos.
—Fernando Jerusalén López –dijo de un solo y sin hacer ninguna inflexión de voz. Como un autómata.
“Jerusalén –pensó José de la Cruz—. Como el sitio de nuestro Señor”.
—¿Y cómo te gusta que te llamen?
—Cómo usted quiera.
Sí, como una persona sin esperanzas y sin una personalidad feliz. Pobres gentes.
—Bueno, entonces te llamaré Jerusalén que es el nombre de la ciudad santa.
Nadie comentó ni dijo nada al respecto. El padre se sentía como entre seres muertos. Esa era la verdad.
—Bien, Jerusalén. Tú serás el encargado de guiar a tus compañeros en la elaboración de los primeros pasos de la obra. ¿Te parece?
—Como usted quiera.
—Muy bien –dijo el padre dándole un suave golpe en el brazo.
De inmediato se comenzó a trabajar.
Jerusalén era muy diligente en lo que hacía y de vez en cuando buscaba la aprobación del cura que siempre le daba ánimos y le indicaba que iba muy bien.
Dentro de los planes del padre estaba ganarse la confianza de aquellos hombres que de alguna manera estaban conectado con el punto a atacar que era la Mi. Mina. Además, ellos pertenecían al puno B el cual era muy débil al estar sometido al miedo. Comenzó a llamarlos por su nombre y a apreciar todo lo que hacían.
Al final como sucede con la naturaleza humana que sabe que su trabajo está siendo tomado en serio, los hombres, e incluso el militar que los cuidaba se fue abriendo a aquel hombre que por fin los trataba como seres humanos.

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